19-02-2021
Turismocracia: la vulnerabilidad organizada
Joaquín Valdivielso & Jaume Adrover | TerraferidaLa pandemia de COVID-19 ha tenido una función reveladora en las sociedades turísticas. En un contexto de parálisis, ha servido para explicitar rasgos distintivos del que podría denominarse turismocracia. Las Islas Baleares son un caso paradigmático.
El stand by que la pandemia por COVID-19 ha significado en 2020 recuerda la imagen del estado de naturaleza. Así se imaginaban los pensadores clásicos una especie de estadio inicial de la historia, de suspensión de la “normalidad” de las instituciones, en que podríamos ver con mayor claridad en qué condiciones estaríamos dispuestos a someternos al pacto social, y en cuáles no. Con el Antiguo Régimen en el punto de mira, nadie se sometería al poder arbitrario de un régimen despótico –pensaban– sino solo al poder consentido de sujetos libres e iguales en derechos, más o menos lo que hoy denominaríamos democracia. No es casual que se haya visto la pandemia como un “hecho social total”, “experiencia inaugural”, momento para un “nuevo contrato social”, un “pacto de reconstrucción”.
Las imágenes de nuestras calles, parques y plazas, playas y aeropuertos, vacíos, son un ejemplo de este momento de suspensión del pacto social. Así se ve, por ejemplo, en el proyecto colaborativo “Cerrado por vacaciones. Retrato de un vacío turístico”, de José Antonio Mansilla y Sergi Yanes, donde se recogen imágenes de diferentes destinos turísticos, habitualmente inundados de visitantes, ahora desérticos. Así podemos ver “los espacios turísticos, no como esferas improductivas” sino abiertos a formas alternativas de producción social. Un ejemplo privilegiado de sociedad turística en reset, en estado de naturaleza, son las Islas Baleares. Es un caso extremo de región turistificada en Europa: hasta el 2020, el turismo representaba un 45% del PIB, el 28,7% del empleo, y suponía 16 turistas por cada residente.
En junio de 2020, cuando, después de meses con el espacio aéreo prácticamente cerrado y con el estado de alarma aún en vigor, llegaron a Palma los primeros turistas, exentos de pruebas o cuarentena sanitaria, la revista Diagnóstico Cultura se preguntaba si esto no era una “turismocracia”. Este es un término que, sorprendentemente, no tiene recorrido en los estudios turísticos, y que apenas ha sido utilizado puntualmente en medios de comunicación (como es el caso de turistocracia). Pocos lugares son tan propicios como Baleares para preguntarse qué puede ser una turismocracia y si la pandemia ha ejercido este rol revelador del pacto social que subyace en una sociedad turística.
El régimen turismocrático
El comportamiento ya de por sí espasmódico de la economía turística española se acentúa en el caso balear. Los espasmos, los “booms”, se han sucedido como un ciclo, con altibajos, en que la extensión de la frontera turística, amalgamada con el negocio inmobiliario, ha ido ocupando diferentes nichos espaciales, hasta llegar, en el último de los booms, a una de las más intensas airbnbficaciones del planeta. Esta secuencia viene marcada también por las alertas sobre los efectos negativos ambientales y sociales de la masificación, el peligo de la sobreoferta, y por la vulnerabilidad causada por lo que se llama popularmente “poner todos los huevos en la misma cesta”. Como consecuencia, diferentes regulaciones se han ido aplicando en el marco de un debate continuo sobre el “modelo turístico”. Como se puede ver en el cuadro 1, en un momento determinado (hasta el año 2017), se estableció una suerte de pacto social para la contención turística, con el parque de plazas legales congelado. Y así, durante dos décadas, todos los presidentes del Governautonómico, conservadores o progresistas, han defendido públicamente la diversificación del modelo. No obstante, como muestran las cifras oficiales, el número de turistas ha crecido sin parar.
Desde el año 2014, coincidiendo con el boom de la airbnbficación, el debate y la agenda política se centró en la masificación turística. En 2017 se estableció un nuevo marco de regulación, zonificación, sanción y adquisición de plazas turísticas, que sirvió para dibujar -que no fijar legalmente-, un nuevo “techo”, muy por encima del pacto anterior. En conjunto, se produjo una regularización masiva de buena parte de la oferta hasta entonces ilegal, particularmente de alquiler turístico (que ya supone un tercio del total legal de plazas), que estaba prohibido en viviendas pluriifamiliares. El crecimiento de plazas turísticas legales en la última década (2010-2020) llega al 35%, concentrado en los últimos 5 años, bajo un Govern de izquierdas. El turismo de segunda residencia y el negocio sumergido añaden un 30% adicional de visitantes al techo de plazas legales.
La encendida polémica alrededor del alquiler turístico no es casual. Baleares bate todos los récords negativos en acceso a la vivienda, de subida de precios, y dedica un 4,98% del total del parque de vivienda a uso turístico, que llega al 20% y 30% en algunos municipios, hasta multiplicar por 5, en conjunto, la presión que hay, por ejemplo, en la provincia de Barcelona. A los efectos sobre el mercado de vivienda, hay que añadir los típicos de los procesos de gentrificación urbana pero además los de la gentrificación rural y de impactos ambientales vinculados al uso turístico rururbano -en consumo de agua o energía, terciarización del suelo rústico, etc. Aparte, los tópicos sobre la economía colaborativa han sido falsados, con datos, por diferentes organizaciones vecinales y ecologistas, que han mostrado el fraude masivo, el trabajo uberizado, y la concentración de la oferta (un solo comercializador local gestionaba apenas en Airbnb cerca de 900 viviendas, y en Homeaway ha llegado a alquilar unas 24.000). Un nuevo extracto empresarial vinculado a la explotación turística de viviendas se ha añadido al que se ha calificado como “aristocracia hotelera”. Junto con sus pares en otros eslabones de la cadena de valor turístico -turoperadores, constructores, compañías aéreas, etc.-, conforman una oligarquía turístico-inmobiliaria, local, pero integrada en los ámbitos nacional y transnacional.
La COVID sacude el régimen
Como suele pasar con las crisis, la llegada de la COVID en febrero ha sido un hecho revelador de algunos de los rasgos del régimen turístico. Desde el principio se hizo patente la tensión entre los movimientos para priorizar la salud pública y aquellos para priorizar el negocio turístico; y la tensión dentro de la propia oligarquía entre una posición maximalista para reducir los riesgos, y una minimalista, para negarlos. Una vez ya cerrado el espacio aéreo y marítimo y bajo confinamiento domiciliario, con la economía paralizada, los diferentes estamentos del régimen turístico se movilizaron formando un frente por la nueva normalidad. Tenían tres retos por delante: lograr nuevas medidas normativas y ayudas directas por parte de las administraciones; aislar el turismo de la COVID, tanto en el sentido de minimizar el riesgo de un contagio que pudiera echar a perder la marca del destino, como en el sentido de negar que fuera un vector de transmisión; conseguir una gestión directa como región, con los mercados emisores, y una ventaja comparativa como “destino seguro”.
La presión en favor de la relajación y suspensión de las regulaciones urbanísticas, turísticas, fiscales, laborales y ambientales, fue inmediata. Sin hacer mención a los sectores que mantenían una sociedad en reset turístico -sanidad, servicios sociales, agricultura e industria local, educación, etc.- y en los que Baleares está en la cola de los rankings nacionales como consecuencia del monocultivo turístico-inmobiliario (por ejemplo, es la región española con la menor tasa de médicos de atención primaria), y espoleada por un grupo de alcaldes conservadores, la oligarquía (constructoras, hoteleros, pequeña y mediana empresa, alquiler turístico, agencias de viajes, etc.) hizo piña contra el marco normativo vigente, apuntando especialmente a favor de subvencionar viajes, suspender el impuesto turístico, y permitir desregulaciones para comenzar una recuperación rápida con la misma receta utilizada en las crisis cíclicas del pasado: cemento y turismo.
Por su parte, el “retorno a la normalidad” se convirtió en sí en un dispositivo discursivo, en un relato, con efectos prácticos, aunque no menos simbólicos. A las típicas campañas oficiales promocionales, con lemas como “No puedes viajar, pero puedes soñar”, #SeeYouSoonMallorca o StayHomeMallorca, se añadió el mensaje explícito de: “No tenemos una crisis sistémica; es una parada de los sectores productivos que requiere la actuación de los gobiernos”. Entre los efectos prácticos, se buscaba presionar para conseguir planes de rescate turístico en los niveles regional, nacional y europeo. Y, a su vez, ganar en el relato de las expectativas: la oligarquía censuró públicamente a cualquiera que se mostrara mínimamente escéptico sobre la salvación de la temporada del 2020, y no dudó en cargar contra autoridades europeas, ministros, o el propio presidente del Gobierno. Se trataba de negar el principio de realidad, y mantener el sueño de la normalidad a cualquier precio.
Frente a las presiones por una mesa de diálogo urgente de cara al futuro, el ejecutivo se desdobló en dos movimientos paralelos: mientras por un lado se presentaba en reuniones abiertas un Plan Autonómico de Reactivación con elementos de “agenda verde”; Turismo se reunía a puerta cerrada con la oligarquía del régimen, incluyendo agentes internacionales como TUI, y cocinaba un Decreto de medidas urgentes (Ley 8/2020) que se aprobó inmediatamente. En la línea de otras Comunidades Autónomas con gobiernos conservadores, aunque sin llegar a los extremos de Andalucía o Madrid, supuso una fuerte relajación regulativa, incluida la posibilidad de ampliar establecimientos turísticos, o de iniciar obras sin licencia, entre otras medidas. Para compensar esta estrategia centrada en la construcción, promocionada con previsiones delirantes, el ejecutivo se vio forzado a aprobar un Decreto (9/2020) de protección territorial, vendido también con cifras irrealistas, como denunció la asociación ecologista Terraferida. Mientras en las Islas se insistía en las recetas del pasado –cemento y turismo–, ciudades como Ámsterdam o Milán anunciaban ambiciosos programas de transición ecológica.
Levantado el confinamiento, en junio se puso en marcha un plan piloto de “corredores aéreos seguros”, utilizado como estrategia de promoción. Para ello, la oligarquía recurrió a la ayuda de los lobbies europeos ante países como Alemania, cerrados inicialmente a restablecer la movilidad con un país como España, en una situación sanitaria peor. Ayudó también la presión de un grupo de empresarios y residentes alemanes en Mallorca, bien recibida por el Ministro de Transportes. Y así se fue recuperando progresivamente la actividad turística, marcada por las imágenes de turistas, compañías aéreas, y aeropuertos saltándose las medidas sanitarias, ya de por sí más laxas que en otros países del entorno. Y los casos de contagio empezaron a aumentar rápidamente coincidiendo con el retorno a la actividad, en el que sería el inicio de una segunda ola de la pandemia. En aquel momento, el sector turístico se eximió de toda responsabilidad, aún cuando incluso los responsables de la gestión de la pandemia apuntaban a la falta de control en los aeropuertos y a la necesidad de someter a los turistas a cuarentena. Cuando media Europa empezó a imponer restricciones a los pasajeros provenientes de España, y turoperadores como TUI suspendieron las reservas, la estrategia para ganar el relato y negar la realidad se radicalizó, hasta el punto de que el lobbie turístico pidió la dimisión inmediata de Fernando Simón, coordinador de la estrategia sanitaria a nivel nacional, por haber celebrado las restricciones en la movilidad del Reino Unido o Bélgica, donde la incidencia del virus era mucho más alta que en España, incluida Baleares. La oligarquía reprimía cualquier mensaje de que la salud pública fuera prioritaria a su negocio. Primum turistae, deinde publica salutem.
El futuro del régimen turismocrático
Si en la primera ola Baleares podía exhibir unos indicadores favorables de incidencia del virus, en la segunda las tasas de contagio eran las más altas del país, particularmente en las Pitiüses. Con un descontrol indiscutible en los aeropuertos, el conjunto del archipiélago se convirtió en “zona roja” para las autoridades europeas. La temporada estaba perdida. El panorama resultante, a falta de datos definitivos, apunta a una caída próxima al 90% en los principales indicadores turísticos (número de visitantes, facturación, etc.); un hundimiento del PIB regional anual del -31%, siendo la región con una mayor caída en España (triplica la media del -11%), y, probablemente en la UE; y con la mitad de la población activa acogida a ERTEs o en el paro. De este modo, todas las esperanzas se focalizaron en el proceso de vacunación. No tardaron en levantarse voces a favor de vacunar de forma prioritaria a los trabajadores del sector turístico. Por si acaso, AENA aprovechó aquel momento para iniciar una ampliación encubierta de la capacidad del aeropuerto de Palma, que recibió el rechazo simbólico del Parlament balear.
Diferentes expertos en estudios turísticos, como el propio Mansilla, o Tolo Deyà, vienen alertando de que estamos a las puertas de un proceso de reestructuración y concentración del negocio turístico, desde la oferta complementaria hasta las cadenas hoteleras, como consecuencia de la pandemia. La falta de tesorería no ahoga solo a los negocios familiares, sino que, como ha mostrado Ismael Yrigoy (2020) en su estudio sobre Meliá Hotels, la oligarquía hotelera también está integrada en un complejo entramado corporativo y financiero transnacional, y ahora se abre una ventana de oportunidad para los peces gordos. Las operaciones de compraventa de activos en establecimientos turísticos se han disparado en las Illes, donde fondos oportunistas como Blackstone ya han aterrizado. En este contexto, el Govern ha contratado a la asesora KPMG, con un largo historial de corrupción, para coordinar la estrategia de rescate del sector turístico local con cargo al Fondo Europeo de Recuperación. Las hoteleras baleares (Riusa, Meliá Hotels, Barceló Hotels, etc.), que duplicaron sus beneficios en el marco del boom de la masificación, y en general una oligarquía incansable a la hora de oponerse a los impuestos (hay que recordar que la presión fiscal en España, del 35%, es hasta 11 puntos inferior a la de un país vecino y también turístico como Francia) se acoge al “beneficios privados, deuda pública”.
En este contexto, aunque de forma muy tímida en comparación al mantra de la recuperación y la nueva normalidad, ha vuelto a abrirse el debate sobre la diversificación económica y el cambio de modelo. Incluso economistas muy influyentes, como Antoni Riera o Carles Manera, han sugerido la reducción del número de turistas y/o de plazas, aunque bajo el supuesto de continuar creciendo (en valor y riqueza, y no en volumen). El término decrecimiento continúa siendo denigrado y asociado a la turismofobia en el discurso prevalente, después de haber sido protagonista en el debate sobre la masificación y la desturificación. Importantes actores políticos y sociales que ahora lamentan los costes del monocultivo turístico celebraban entonces el crecimiento inducido por la airbnbficación y la regularización masiva acometida. Incluso ahora, durante el primer año de la pandemia (2021), el Consell de Mallorca ha continuado otorgando nuevas licencias turísticas, para un centenar de establecimientos -ha denunciado Terraferida-; el ayuntamiento de Palma continua dando licencias para nuevos alojamientos -ha denunciado la Federación de vecinos-; y empresas hotelerasanuncian, como si nada, que entrarán en el negocio del alquiler turístico. De hecho, durante la pandemia se ha disparado en Baleares el interés por la compra de segundas residencias aisladas y el tráfico de jets privados. El paso del “sobreturismo al sinturismo” no permite hacer predicciones de futuro, como dice Pau Obrador, pero los indicios apuntan a un nuevo nicho de turismo burbuja, exclusivo también desde el punto de vista sanitario, para el que el Gobierno de Canarias ya hace campaña. Estos hechos no son casuales, porque ninguna de las normas aprobadas de urgencia en este periodo ha incluido medidas para atacar las causas de la dependencia turístico-inmobiliaria.
Turismocracia: el pacto social para la vulnerabilidad
El hecho de que esta crisis pandémica sea en su origen una crisis ecológica -la zoonosis vírica se origina en la pérdida de ecosistemas y biodiversidad- y que la hiperconectividad global haya acelerado su transmisión, hace que la actividad turística sea corresponsable destacada no solo como causa sino también como vector de transmisión. Para los decrecentistas, -que hace décadas avisan de que, o se hace de manera voluntaria, ordenada y justa, o se decrecerá igualmente de forma forzosa, abrupta y caótica– esta crisis muestra lo que le pasa a una sociedad de crecimiento sin crecimiento, y anticipa lo que pasará a una mayor escala con el cambio climático. En esta tesitura, los gobiernos sufren una disonancia cognitiva: mientras diseñan planes de transición ecológica, rescatan a los sectores productivos carboníferos, desde petroleras a compañías aéreas. El turismo es uno de ellos. Y la geografía balear, insular y mediterránea, hace que dependa casi totalmente de la movilidad global aérea, y al mismo tiempo que sea especialmente sensible al calentamiento global.
Ismael Yebra ha definido la turismocracia como una “manera de gobernar de forma totalitaria y dictatorial” en que privan los intereses turísticos sobre los derechos. En el caso balear se confirma que, bajo una turismocracia, no todo el mundo disfruta de los mismos derechos. La oligarquía turistocrática tiene más, y además hace ostentación de ello. También precisa de la coacción, incluida una dependencia funcional que actúa como una telaraña de la que no parece posible salir sin grandes costes sociales; aunque, como ya decía Margaret Thatcher del “cambio del alma”: tiene que ser consentida y querida, presupone la fe del creyente. No obstante, como hemos visto, también hay mecanismos democráticos de contrapeso, más o menos efectivos según el caso. Además, hay muchos actores tomando decisiones, a escalas diferentes, no solo los gobiernos, y experimentan tensiones, contradicciones, escisiones.
El ejemplo de Baleares bajo la COVID ilustra esta esquizofrenia típica de una sociedad turismocrática. El sociólogo Ulrich Beck (1998: 114) acuñó la expresión “irresponsabilidad organizada” para referirse a la contradicción de un sistema que genera peligros que no pueden ser atacados porque nadie puede ser imputado o responsabilizado. En una sociedad turismocrática este peligro es el de una vulnerabilidad extrema y creciente, pero los primeros responsables sí pueden ser identificados. Tanto si el turismo de masas ha muerto, como si la transición pospandémica se alarga años o si se llega a una “nueva normalidad”, no es responsable planificar el futuro dependiendo casi en exclusiva de un único sector económico sostenido en la hipermovilidad global. La lección que deja el reset pandémico es que la turismocracia es el Antiguo Régimen y que el siglo XXI exige un nuevo pacto social.
Noticias Recientes
-
Crónica del Primer Taller de Fortalecimiento de Capacidades del proyecto SUREST (Erasmus+)
Noticias Generales | 03-12-2024 -
Presentación del informe «Turismo social en Argentina»
Noticias Generales | 29-11-2024 -
La jornada laboral en Brasil y los movimientos reivindicativos del tiempo libre
Noticias Generales | 28-11-2024 -
Turismo comunitario: desafíos y resistencias
Noticias Generales | 27-11-2024 -
Las promesas fallidas del mal nombrado desarrollo: recuento del (mega)proyecto turístico de la Bahía de Tela
Noticias Generales | 26-11-2024 - | Archivo de Noticias »