02-04-2020
Del «virus coroclimático» a la reconversión del sistema socioeconómico. Aprovechemos la oportunidad.
Cati TorresLa crisis del Covid-19 nos alerta de la fragilidad de nuestro sistema socioeconómico y demanda con urgencia su necesaria reconversión. Tenemos los ingredientes sociales para llevarla a cabo. Emprendamos el cambio antes de que sea demasiado tarde.
Crédito Fotografía: Kregarious, bajo licencia creative commons.
El científico ruso Vladimir Verdnasky advirtió ya hace un siglo que “la actividad técnica y económica moderna del «hombre civilizado» deviene en sí misma una auténtica fuerza geoquímica, inédita en la evolución de la vida sobre la Tierra, que rompe el equilibrio secular de la biosfera”, tal y como nos recuerda Grinevald (2005: 405). Casi cien años después de la admonición de Verdnasky, la crisis sanitaria que padecemos vuelve a recordarnos una realidad a la que seguimos empeñándonos en no mirar a la cara: la de los peligrosos impactos de la «fuerza geológica» en que se erige el metabolismo de la civilización industrial, consumidor intensivo de recursos, materiales y energía, gran generador de residuos y emisiones y responsable de importantes desigualdades sociales. Así, y como si de una «primavera silenciosa» se tratara, la crisis del Covid-19 recorre, hoy, los globalizados, saturados, ajetreados y ruidosos pueblos y ciudades del «mundo civilizado» y los sume, a modo de advertencia, en una suerte de silencio ensordecedor.
Urge reconvertir el sistema socioeconómico
La pandemia actual pone de manifiesto la fragilidad de la existencia humana. Como la del resto de especies, nuestra existencia está condicionada por el equilibrio de los ecosistemas, un equilibrio que, si lo rompemos, nos puede acarrear consecuencias impredecibles. Dependemos de la biosfera de la que formamos parte, algo que parece que hemos olvidado durante los últimos casi 300 años. Una biosfera cuyos elementos bióticos y abióticos están interconectados, donde atmósfera, hidrosfera, litosfera y biología son un todo que obliga a analizar y a entender aquélla desde “una visión planetaria […] en el sentido de estudiar la respuesta de nuestro planeta como una entidad unificada”, como apuntó, por primera vez, el biogeoquímico ruso antes mencionado al acuñar el término biosfera (Margalef, 1997: 10). Obviar nuestra conexión biológica con la naturaleza y pensarnos, para colmo, que podemos dominarla nos ha llevado a construir un modelo de desarrollo social que no nos ha hecho más resilientes, sino todo lo contrario, más frágiles, porque busca, con la brújula de la competitividad, un objetivo imposible en un planeta finito, el del crecimiento ilimitado del uso de materiales y energías no renovables sobre el que se apoya toda ideología del crecimiento económico (la verde, sostenible o inclusiva, también), con la consiguiente generación masiva de residuos y emisiones, alterando para ello el equilibrio ecológico planetario. Un modelo que desprecia en pro del «sálvese quien pueda» la importancia del fenómeno de la simbiosis que, al decir de Lynn Margulis, “impulsó la evolución de la vida en la Tierra desde sus formas iniciales más simples hacia la configuración de los organismos y ecosistemas más complejos que hoy componen la biosfera” (Naredo, 2005: 183). Así, nuestro modelo socioeconómico nos hace más vulnerables porque, con la deforestación y la urbanización masivas, entre muchos otros, contribuye a romper las barreras naturales entre los animales que sirven de huéspedes a muchos virus y otros patógenos y los seres humanos. O facilita, con el aumento de la temperatura global media del planeta al que nos está conduciendo, que otros muchos virus y patógenos lleguen hasta nosotras y nosotros a través de vectores transmisores propios de regiones tropicales.
La crisis sanitaria que vivimos debería servirnos de revulsivo para llevar a cabo la necesaria y urgente reconversión del modelo socioeconómico actual. Y es que la degradación ecológica planetaria ya no permite más demora. La creciente intensidad energética y material que nuestro metabolismo socioeconómico exige para su supervivencia y los elevados impactos ecológicos y sociales que se derivan de su desarrollo nos llevan a un escenario de insostenibilidad que no puede perpetuarse en el tiempo ni ecológicamente ni socialmente. No podemos seguir apostando por un modelo que, sobre la base de la desigualdad social y la vulneración de derechos fundamentales, depreda la naturaleza y miles de millones de vidas humanas. Un modelo en el que unos pocos países ricos y núcleos metropolitanos utilizan el territorio como fuente de abastecimientos y sumidero de residuos contribuyendo a la polarización social y territorial, no sólo en el mundo, sino también dentro de sus propias fronteras. Porque es este modelo el que nos sitúa en la cuerda floja. Cabe empezar a planificar y consensuar entre todas y todos un modelo de gestión alternativo que sitúe a las personas y a la naturaleza en el centro de las políticas. Que se vincule a un plan más ambicioso e ilusionante de saneamiento y mejora de los territorios que apunte hacia horizontes ecológicos más viables y saludables que el actual desde el respeto, el cuidado y la protección de las personas. Debe preocuparnos el Covid-19, pero también el cambio climático, la alteración del ciclo global de nitrógeno, la pérdida de la capa de ozono, la pérdida de biodiversidad, la erosión del suelo, la contaminación del aire y del agua o la sobreexplotación de los recursos pesqueros, por poner sólo algunos ejemplos de los numerosos conflictos ecológicos que, en paralelo con profundos conflictos sociales, son provocados por el metabolismo de la civilización industrial.
No hay equilibrio ecológico sin justicia social
Así las cosas, debemos valorar con cautela las mejoras ambientales que estamos observando en estos días. Sin duda, la enorme reducción de la actividad económica ha llevado a disminuir de forma importante la contaminación en muchos territorios. El cierre de un número elevado de empresas o la disminución drástica de su actividad y un uso extremadamente menor del transporte de todo tipo han permitido mejoras substanciales de la calidad del aire. Todos hemos visto los datos de la NASA y la Agencia Espacial Europea sobre la reducción de las emisiones de dióxido de carbono y de nitrógeno en China e Italia, por ejemplo. Algo que también ha sucedido en muchas otras regiones. Y también hemos visto mejoras en la calidad de las aguas de los canales de Venecia, una ciudad muy castigada por el desarrollo de la industria crucerística, muy transparentes y albergando nuevamente grandes cantidades de peces pequeños. O hasta jabalíes en la Diagonal de Barcelona, patos en las autopistas andaluzas y delfines en los puertos de Baleares. Parece que la naturaleza está recuperando los espacios que le hemos robado... Pero no hay que olvidar que estas mejoras ambientales no son el resultado de una estrategia planificada y consensuada socialmente sino la consecuencia de una paralización drástica de la actividad humana que, además, va acompañada de un elevado coste social. La privación de libertad de las personas; la angustia que están padeciendo las más vulnerables por tener una salud delicada o por tener una situación económica precaria (dos características que, por cierto, suelen ir de la mano), y que vuelve a alertarnos de que esta crisis, si no implementamos un plan de choque social ambicioso y potente, volverán a padecerla más intensamente, e injustamente, las clases populares; o la presión a la que estamos sometiendo a nuestro personal sanitario, agravada por una falta de recursos que, no lo olvidemos, es fruto del desmantelamiento progresivo de la sanidad pública que se acentuó aún más con las políticas “austericidas” implementadas a raíz de la crisis de 2008, son ingredientes sociales que no deben configurar la receta del camino hacia la sostenibilidad ambiental. Ese camino sólo puede dibujarse desde una sociedad cohesionada, justa e igualitaria que ponga a las personas, y no al IBEX35, en el centro de la gestión política.
Fuente: Kregarious, bajo licencia creative commons.
Nos adentramos en un período de retos importantes en el que tendremos que afrontar de forma urgente la situación de emergencia ecológica y social en la que estamos inmersos y de la que, por cierto, la emergencia climática es sólo una de sus múltiples caras. El Covid-19 puede complicar aún más esta situación si la gestión de la crisis sanitaria no se centra en proteger con contundencia a toda la población con la implementación de un plan de choque social valiente que, además, sirva de revulsivo para la reconversión necesaria y urgente de la que estamos hablando. Y es que, si la gestión de la crisis vuelve a poner el acento en la protección del poder corporativo-financiero y convierte, nuevamente, a las clases populares en las que más la padecen, haciéndolas aún más pobres y vulnerables, el camino hacia horizontes ecológicos y sociales más viables y saludables no será posible. Si queremos salir de esta crisis siendo una sociedad más resiliente, debemos centrar las medidas que adoptemos en la protección de las personas y no en la perpetuación del statu quo que nos ha llevado a ella y nos acarreará más problemas en el futuro. Según gestionemos la situación, podemos dirigirnos hacia un escenario ecológicamente y socialmente más viable y saludable para todas y todos o hacia un escenario de mayor pobreza y vulnerabilidad social. De nosotras y nosotros depende. Sin duda, el camino hacia un escenario ecológicamente y socialmente más viable y saludable sólo será posible desde un cambio del marco mental e institucional actual. De ahí que los retos a los que nos enfrentamos no sean sólo importantes sino también extremadamente complejos.
Y es que la doctrina del shock, como alerta la periodista, escritora y activista canadiense Naomi Klein, hace que la confusión y el miedo a que llevan las crisis puedan ser aprovechados muy fácilmente por el poder corporativo-financiero para demandar reformas y políticas que sólo favorezcan a la minoría privilegiada de siempre. Es más, existen incentivos muy fuertes por parte de este poder para promover aún más, con la connivencia del poder político, ese miedo y esa confusión en un intento de tener a una población más controlada. Y contra este «virus» también hay que luchar. Hay que evitar esa manipulación y exigir transparencia a la vez que la implementación de medidas encaminadas a proteger de forma valiente a las personas garantizando sus derechos y no vulnerándolos para sumirlas en un estado de mayor pobreza y precariedad. Una población más vulnerable es una población más fácil de controlar. Si, atendiendo a las tesis de Klein, la gestión de la crisis sanitaria y de las consecuencias económicas y sociales que de ello se derivan busca perpetuar, o incluso reforzar, el actual modelo socioeconómico, entonces aquellos sectores que son estratégicos para el desarrollo del capitalismo global, como son el sector financiero y el turístico-inmobiliario, que acostumbran a socializar sus pérdidas pero no a compartir sus beneficios, volverán a sacar tajada. Lo hemos visto con la gestión de la crisis financiera de 2008 o, más recientemente, con la del colapso de Thomas Cook o con la de la borrasca Gloria.
Tenemos los ingredientes para la receta del cambio
El contexto de emergencia ecológica y social en el que nos movemos impone hoy, más que nunca, no perpetuar los errores o servidumbres del pasado. El afán nervioso por «relanzar la economía cuanto antes», sustentado en la inquietud social generada por el miedo y la incertidumbre de muchas personas y por el oportunismo y la avaricia de muchas otras, no debería satisfacerse con la receta del «más de lo mismo», porque la receta de siempre, ya caduca, no sólo no nos permitirá afrontar mejor el futuro de decrecimiento en el uso de determinados recursos y materiales que se nos avecina, nada halagüeño, por cierto, sino que hará que las amenazas a las que estamos expuestos dejen de ser la excepción para convertirse en la regla. El objetivo de «relanzar la economía cuanto antes» debería, pues, «simbiotizarse» con el de buscar la co-evolución de nuestro sistema social, político y económico con las exigencias ecológicas de un planeta que es finito y hacerlo sobre los cimientos de un modelo orientado hacia el mantenimiento y la reproducción de la vida. Cabría, pues, desde la inteligencia que otorga la humildad, «relanzar una economía más humana». Porque, como advertía el Nobel alternativo de Economía Manfred Max-Neef (2011), “la economía debe servir a las personas, y no las personas a la economía”. Este sí es un objetivo posible. Un aspecto muy interesante que está poniendo de manifiesto esta crisis sanitaria es que existe la posibilidad real de hacer las cosas de una forma diferente. Nos muestra, sin ambages, que tenemos los ingredientes sociales necesarios para llevar a cabo la reconversión del modelo socioeconómico que demanda de forma urgente la crisis ecológica y social y, por ende, la sanitaria, que vivimos. Vemos, por una parte, que las instituciones están tomando una serie de decisiones que eran impensables hace tan sólo unas semanas, lo que demuestra que existe una capacidad institucional real de reacción y de movilización de una gran cantidad de recursos si se cree que el objetivo merece la pena. Por otra, y, si cabe, más relevante, esta crisis está impulsando numerosas acciones de personas y colectivos que se sustentan en los principios de reciprocidad, cooperación, solidaridad y amistad, unos principios que no son ajenos a la condición humana aunque el actual sistema socioeconómico trate de ahogarlos continuamente para convertirnos en seres competitivos, egoístas e individualistas con el fin de asegurar su supervivencia. Sólo resta convencernos y convencer a nuestras instituciones de que este objetivo de reconversión vale mucho la pena.
Fuente: Kregarious, bajo licencia creative commons.
El resurgimiento, en estos días difíciles, de estas cualidades humanas, hasta hoy latentes, debe servir a este convencimiento. Porque estas cualidades son los nutrientes que pueden alimentar la construcción de una filosofía común del desarrollo humano, tarea que hemos descuidado y que es clave para la consecución de una biosfera en armonía, como sugería Mumford (1955) cuando razonaba sobre sus “Perspectivas” en la última parte del Simposio “Man’s role in changing the face of the Earth” de 1955. Decía este autor (1955: 492) que “si queremos lograr algún grado de equilibrio ecológico, debemos aspirar también a un equilibrio humano”. Parece, entonces, que se dibuja ante nosotras y nosotros el momento adecuado para definir conjuntamente la urgente meta social y global, aún inexistente, que ha de llevarnos al diseño de un «plan de acción por y para la vida», tal y como demanda la actual crisis socioecológica. La fuerza del amor a la Tierra y a nuestras vecinas y vecinos, que apuntala las numerosas manifestaciones de reciprocidad, cooperación, solidaridad y amistad que han resurgido en estas últimas semanas, debe convertirse en la chispa necesaria para arrancar los motores del cambio. Una fuerza cuya importancia también recordaba Mumford (1955: 500) con unas hermosas palabras que, casi tres cuartos de siglo después, siguen gozando de palpitante actualidad: “En este momento, necesitamos un amor redentor y universal […] para poder rescatar a la propia Tierra y a todas las criaturas que la habitan de las insensatas fuerzas del odio, la violencia y la destrucción”. Unas palabras que deben incitar a la reflexión, pero también al optimismo. Tenemos la fuerza social del amor a la vida. Lo estamos demostrando. Aprovechemos, pues, este momento excepcional para revertir, de una vez por todas, la situación que nos ha llevado hasta aquí. Porque puede que ya no tengamos muchas más oportunidades.
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