28-11-2023
Barcelona: el difícil y necesario camino de las renaturalizaciones y pacificaciones urbanas
Raül Valls | Alba SudLa ciudad de Barcelona es el escenario de una disputa entre el capital y la vida. Los procesos de renaturalización y pacificación urbana se libran en medio de luchas ideológicas por el poder político y económico. La ciudad de los prodigios de los años 90 se ha convertido en la ciudad de la discordia."
Crédito Fotografía: Ernest Cañada | Alba Sud.
“No existe una idea buena y moral de la cual el capitalismo no pueda apropiarse y convertirla en algo horrible"
David Harvey (entrevista en la Revista Jacobin, 2021)
Las transformaciones urbanas dirigidas a pacificar las calles, reducir el tráfico y la contaminación, aumentar el verde urbano, y por tanto a mejorar la calidad de vida de sus vecinos y vecinas, se los relaciona y acusa de provocar efectos negativos y no deseados para sus habitantes. Estas transformaciones apuntan algunos críticos, se pueden convertir en factores que impulsen aumentos de precio de las viviendas y pueden atraer más turismo, en entornos donde ya se están produciendo previamente intensos procesos de turistificació. Todo ello puede suponer la expulsión de la vecindad tradicional y su sustitución por unos nuevos habitantes de mayor poder adquisitivo y/o por una oferta de vivienda de alquiler turístico, mucho más rentable que el alquiler tradicional. Una evidencia clara es que lo que es bueno para los vecinos y vecinas, a saber, calles de peatones, ejes verdes y parques urbanos, también loes para los y las turistas que apreciarán los espacios urbanos de calidad. Esto atrae a los inversores turísticos, que ven la ciudad como un espacio para la extracción de rentas, en una espiral continúa que devora la ciudad. A la hora de impulsar transformaciones urbanas de pacificación y renaturalización no podemos sacar de la ecuación un factor: la reproducción del capital a través el turismo y la vivienda. Un elemento que puede pervertir las bondades del resultado esperado. Pero no nos precipitemos y vamos por partes.
La ciudad en el contexto de una policrisi global
Cuando abordamos estas transformaciones urbanas no solo nos referimos a la voluntad de hacer más amables y agradables las ciudades. También entra en juego la necesidad urgente de hacer frente a la crisis ecológica y energética y abordar una transición ecosocial que no admite demora. Las grandes ciudades y los entornos urbanos donde vive una mayoría de la población humana, son el lugar donde nos jugamos gran parte de las posibilidades de llevar a cabo esta transición. Desde una visión conservacionista de la naturaleza se ha tendido a pensar que solo con la preservación de zonas naturales, más o menos salvajes y intocadas, garantizaríamos nuestra supervivencia como especie en un planeta habitable, pero es cada vez más obvio que sin cambios globales que tengan cuentan el conjunto del planeta no será posible enderezar la situación y evitar las peores previsiones. Nos hace falta una nueva mirada a la conservación de la naturaleza que alcance el conjunto del planeta (Buscher y Fletcher, 2022).
Fuente: Carla Izcara | Alba Sud.
Preservar partes del territorio, por extensas que sean, como algunos sectores conservacionistas tradicionales continúan proponiendo, pero dejar los espacios más humanizados: zonas urbanas, industriales, agrícolas mineras y las conexiones entre ellas, bajo las mismas lógicas de transformación y crecimiento económico del último siglo no es ninguna solución a largo plazo. Los efectos de la contaminación del agua y del aire, los daños a la biodiversidad, provocados por nuestro estilo de vida consumista, no conocen las delimitaciones administrativas de las "zonas naturales protegidas". Sus efectos y la degradación del medio ambiente que causan son globales. Se hace necesario, por lo tanto, un nuevo proyecto de civilización humana que tenga en cuenta la totalidad del planeta, si queremos conservarlo adecuado para la vida humana. Cómo afirman Bram Büscher y Robert Fletcher, investigadores de la Universidad de Wageningen en los Países Bajos defensores del paradigma de la conservación convivencial:
Desarrollar espacios de conservación que no separan a rajatabla a los humanos y las demás especies exige una visión del paisaje en la que "aprendamos a aceptar tanto a la naturaleza que parece un poco más habitada de lo que estamos acostumbrados y a los espacios de trabajo que se ven un poco más silvestres de lo que estamos acostumbrados. (Buscher y Fletcher, 2023: 158).
Hemos de superar los antagonismos cartesianos que separan naturaleza y sociedad, y entender el mundo que nos rodea como un todo relacionado y con un metabolismo que funciona de forma integrada. Cómo nos sugiere acertadamente Jason W. Moore investigador de la Universidad de Binghamton en los Estados Unidos:
Los seres humanos se relacionan con la naturaleza desde dentro no desde fuera. Somos, sin duda, una especie creadora de medio ambiento particularmente poderosa. Pero eso difícilmente sustrae la actividad humana del resto de la naturaleza. (Moore, 2020: 66)
Unas ciudades cada vez más inhóspitas
Los conflictos y problemas que hacen inhóspitas y cada vez menos saludables nuestras ciudades modernas tienen que ver directamente con un modelo socioeconómico concreto, el capitalismo, una forma de organizar la naturaleza (Moore, 2020) y de los estilos de vida acelerados gracias a un petróleo abundante y barato que lo han acompañado hasta hace poco (Sempere y Tello, 2008). Estos nos han llevado a una movilidad constante e irracional y a un consumismo desatado, que no tiene en cuenta que los recursos son limitados y, por lo tanto, agotables. En este contexto las ciudades, en cuanto que espacios paradigmáticos de la creación humana de comunidad y de sociabilidad, se han convertido en las primeras víctimas de esta aceleración. La conclusión que nos lleva a proponer ciudades pacificadas, (re)naturalizadas y mejor conectadas con sus entornos agrarios, acuáticos y forestales, no es una opción entre otras, sino un camino que hemos de emprender ineludiblemente si no queremos llevar los ecosistemas, que habitamos, a la degradación y a un punto de colapso irreversible.
Fuente: Ernest Cañada | Alba Sud.
Hasta ahora hemos vivido bajo modelos urbanos que han generado ciudades hiperconsumidoras de recursos exteriores: alimentos, materiales, energía. Los engullen de forma ávida a pesar de que provienen en muchos casos de territorios lejanos, y a la vez expulsan actividades supuestamente "molestas", como las industriales y logísticas. Estos graves desequilibrios metabólicos donde la ciudad absorbe materiales y expulsa residuos generan tensiones entre territorios y disputas que desgraciadamente muchas veces se han expresado como un enfrentamiento entre campo y ciudad. Este es cada vez menos creíble, por qué en el fondo se basa en procesos de mercantilización capitalista de alcance global y totalizador, que operan tanto en territorios rurales como las ciudades, y que a pesar de los desequilibrios y flagrantes injusticias espaciales, han acabado por disolver la diferencia entre ambos mundos (Lefebvre, 2022). Estos han quedado homogeneizados bajo los mismos estilos de vida, y donde lo único que cambia es el entorno físico, sea un espacio construido, rural o natural.
Es posible una vida digna y saludable en la ciudad capitalista?
La relación entre salud pública y la ciudad no es una preocupación de este siglo de grandes retos ecológicos, sino que desde principios del siglo XIX, con el surgimiento del capitalismo industrial, ha sido un debate constante ante las problemáticas que han ido emergiendo en los entornos urbanos. Podríamos decir que capitalismo y ciudad, y vida humana en general, no han tenido unas relaciones muy afortunadas: la proximidad de las fábricas de las comunidades obreras en los inicios del industrialismo, la insalubridad y la mala calidad de la vivienda, el hacinamiento dentro de las casas y las calles, la carencia de servicios de saneamiento, provocaban una gran mortalidad infantil, y una esperanza de vida en descenso en las ciudades industriales del siglo XIX (Engels, 2020). Las luchas obreras y vecinales, acompañadas por las ideas de pensadores y filántropos del movimiento higienista del XIX o de arquitectos con fuertes convicciones sociales y compromiso político durante el XX, se afanaron en conquistar mejoras en las condiciones de vida en unas ciudades que crecían más deprisa que la capacidad humana de resolver los problemas que aquel “progreso” comportaba. La ciudad capitalista no ha encontrado nunca un equilibrio duradero y cuando las luchas y los proyectos para resolver unos problemas lograban sus objetivos los sustituían otros nuevos.
En este siglo XXI organizar ciudades más amables y pacificadas que preserven la salud de los y las ciudadanas es la razón fundamental que justifican las políticas de mejora urbana. La contaminación por el tráfico provoca la muerte prematura de más de 3500 personas al año en Barcelona, relacionadas sobre todo con afecciones respiratorias, además de otras enfermedades que pueden ser provocadas por los contaminantes presentes al aire. Son hasta siete millones en todo el planeta. También ha supuesto multas de la Comisión Europea por los índices continuados de mala calidad del aire. Por otro lado, el ruido es causante también de muchas patologías y la incidencia que pueden tener unos entornos físicamente hostiles se encuentran en el origen de muchas enfermedades mentales.
Fuente Carla Izcara | Alba Sud.
Los últimos años varios estudios correlacionan el contacto con la naturaleza con el bienestar físico y mental y una buena salud en general, sobre todo durante la niñez. Pocas personas discutirían hoy sobre la necesidad de renaturalizar las calles y aumentar los parques y la cantidad de verde urbano por habitante. Otra cuestión es si esto se traslada a las políticas públicas de ordenación urbana de forma efectiva y qué problemas y contradicciones aparecen cuando se materializan. Las transformaciones de pacificación urbana chocan con estilos de vida muy arraigados alrededor del uso del coche y un transporte de mercancías del que es totalmente dependiente. Las limitaciones al tráfico motorizado que implican las pacificaciones levantan inmediatamente suspicacias y oposiciones sobre todo en aquellos sectores que prevén perjuicios a sus intereses cotidianos o económicos. A pesar que en muchos casos los miedos suelen ser infundados hay que estar atentos y actuar con escucha y pedagogía para evitar que se hagan crónicas situaciones de rechazo que dificulten los cambios.
El coche, el “gran dictador” de la ciudad moderna
Podemos decir sin temor a equivocarnos que el coche lo cambió todo en las ciudades modernas y que hay un antes y un después que se hiciera el amo absoluto de las calles. En Barcelona se vivió a partir de los años 60 del siglo pasado, denominados del “desarrollismo”. Hoy el espacio ocupado por el coche ha llegado a cotas inimaginables y ha convertido las ciudades en lugares caóticos, ruidosos e inhóspitos para las personas que viven y se mueven. El coche puede llegar a ocupar más del 60% del espacio público de una ciudad. El barrio del Eixample de Barcelona registra un dato estremecedor: 350 mil coches lo atraviesan diariamente convirtiendo sus calles en verdaderas autopistas urbanas y a este barrio en uno de los más contaminados de la ciudad.
Su rápida popularización y normalización en las calles hace que cualquier medida para limitarlo provoque resistencias y conflictos, sobre todo entre quienes lo utiliza habitualmente como herramienta de trabajo. Las mejoras urbanas tienen en el coche su principal obstáculo. La posibilidad de una vida saludable en una ciudad habitable implica reducir sustancialmente su presencia en las calles de la ciudad. Menos coches quiere decir un aire más limpio y más espacio para las personas, sus movimientos y actividades. En esta cuestión hay poco margen de actuación: el coche ha devorado las ciudades y hay que revertir la situación.
Barcelona: un infierno empedrado de buenas intenciones?
Pero hay que ser conscientes que una ciudad como Barcelona que ha derivado durante los últimos treinta años su economía hacia el turismo y que ha convertido su “capital simbólico de distinción” (Harvey, 2013), en una atractiva marca que le permite competir en el escenario mundial de las ciudades, las mejoras urbanas pueden ser en muchos casos utilizadas por empresas y fondos de inversión que las convierten en suculentas oportunidades de negocio y maximización de beneficios. Poco importa a estas grandes empresas internacionales y fondos de inversión especulativos que este “capital simbólico”, que da carácter y personalidad a la ciudad, se agote y banalice dentro de las lógicas disneyficadoras. Aquello que tenía de característico la ciudad se tematiza y se vende al turista, o al nuevo residente de alto poder adquisitivo, como un producto más del espectáculo urbano. Los y las vecinas, que allí viven y trabajan, tienen cada vez más dificultades para habitar sus calles y lo que es peor para continuar viviendo en sus propios barrios. Los procesos de expulsión y sustitución, más o menos agresivos, se ponen en marcha.
Resignación o alternativas para la esperanza?
Ciertamente estas lógicas perversas son perfectamente constatables. ¿Pero nos tenemos que resignar a ellas? ¿Es posible impulsar mejoras de pacificación y naturalización urbana con proyectos de transformación como las supermanzanas y los ejes verdes, sin poner en peligro a los y las vecinas? Proyectos que, por otro lado, se han convertido referencias internacionales de buenas prácticas urbanas.
La apuesta pasada de Barcelona por convertirse una ciudad de servicios y donde su capital simbólico, su historia, clima, entorno e idiosincrasia se han colocado al servicio de la promoción turística ha generado unas inercias negativas y difíciles de parar. Si entre 1986 y 2015 los diferentes gobiernos municipales confiaron y perseveraron en las bondades de esta transformación, con un consenso casi general que las valoraba positivamente, a partir de la segunda década del presente siglo los bordes de la ciudad empezaron a romperse. El 30 de agosto de 2014 una manifestaciónfue desde la Barceloneta hasta la Plaza San Jaime denunciando la situación que vivían los barrios de la ciudad donde la presión turística era ya insoportable. Empezaban los “años de la discordia”, como los denomina acertadamente el antropólogo José Mansilla (Mansilla, 2023). Unos años que cerraban una voluntad de transformación de la ciudad que había empezado con los Juegos Olímpicos de 19992 y que tienen un hito más discreto, pero muy relevante, con la creación de la entidad público-privada Turismo Barcelona en 1993, con la voluntad explicita de promover turísticamente la ciudad y hacer de ella un referente mundial. Se emprendía el camino de convertir el flamante “modelo Barcelona” en la comercial “marca Barcelona” (Mansilla, 2023). Las quejas y los lamentos de los últimos años se tienen que contrastar con el amplio consenso que acompañó estos proyectos de transformación radical de la ciudad. Solo voces, lúcidas, pero aisladas, como la del escritor y ensayista Manuel Vázquez Montalbán, pero también colectivos vecinales como la Comisió Icària, expresaron dudas razonadas sobre las bondades del camino que se emprendía con la designación como sede olímpica en 1986.
Fuente: Carla Izcara | Alba Sud.
Hoy aquellas críticas toman una actualidad que tendría que avergonzar a todos y todas las que participaron de aquel tsunami de entusiasmo naif. Un acontecimiento que abrió la puerta de la ciudad a rentables negocios de los cuales la ciudadanía a la larga ha sido más víctima que beneficiaría. Ciertamente, hay que entender el estado de conciencia existente durante aquellos años 80, no olvidemos de reacción neoliberal y de entronización de los valores del individualismo y el enriquecimiento personal: un país que salía diezmado y traumatizado después de una larga y cruel dictadura, acomplejado ante una Europa que nos recibía dentro de su club con condescendencia, a la vez que nos imponía peajes de entrada en forma de duras reestructuraciones de la economía. Transformaciones que destruyeron sectores industriales, considerados obsoletos, y que nos condujeron a la terciarización turística que ahora sufrimos. Es difícil imaginar que una población moralmente devastada por la dictadura y deseosa de ser aceptada en la Europa “moderna y democrática” y unas élites egoístas y voraces, con prisa para participar de la fiesta mercantil del continente, pudieran plantearse otra alternativa.
Los procesos de crecimiento turístico se aceleraron a partir de la búsqueda de salidas a la crisis crediticia del 2008. Después de una caída inicialel turismo se convirtió en un inesperado nuevo motor de crecimiento económico (Cañada y Murray, 2019). Un dato que lo ilustra: los pisos de uso turístico en Barcelona pasaron de 632 en 2009 a 9606 en 2014. (Ayuntamiento de Barcelona, PEUAT, 2022). Si en 1995 se alojaron en los hoteles de la ciudad tres millones de personas, el 2019 ya eran nueve millones y medio. Y el número total del 2019, sumando hoteles, apartamentos turísticos y pernoctaciones en poblaciones vecinas toma dimensiones de vértigo: 28 millones. Los barrios afectados por esta explosión turística no podían quedar indiferentes ante procesos tan intensos y acelerados.
Y llegan las pacificaciones urbanas
Es en este contexto que hay que analizar las contradicciones y límites del despliegue de la política de pacificaciones y renaturalizaciones, emprendido por el consistorio liderado por Barcelona en comúentre el 2015 y el 2023, impulsando los proyectos de supermanzanas , los ejes verdes, nuevas calles peatonales y redes de carriles bicicleta. Tenemos que aceptar que cuando estos proyectos, absolutamente necesarios en términos ecológicos y energéticos, aterrizan en barrios, que ya están bajo intensos procesos de colonización turística y de gentrificación, las mejoras pueden ser como un arma de dos filos: mejoran la vida cotidiana en los barrios y se alinean con los objetivos de reducción de emisiones y lucha contra el cambio climático, pero a la vez implican una inesperada revalorización del patrimonio urbano y un aumento de precios con la consecuente y progresiva desaparición de los y las vecinas con rentas más bajas. Poble Nou, Sant Antoni o Gràcia son barrios que responderían claramente a esta problemática. Aun así, otros casos, como el barrio de San Andreu, hasta ahora fuera del ojo del huracán turístico, estas pacificaciones, iniciadas con las intervenciones de calles en “plataforma única” de la trama urbana entre Meridiana (Fabra y Puig) y Gran de San Andreu (calles Neopátria, Abad Odó, Sócrates, etc.) y finalmente la de Gran de Sant Andreu el 2022, no se están convirtiendo automáticamente en procesos de gentrificación, sino que están reduciendo el espacio a los vehículos cambiando a mejor la vida cotidiana del barrio.
Algunas conclusiones siempre provisionales y precarias
Como nos advertía David Harvey respecto al capitalismo del siglo XXI "la mercantilización y comercialización de todo es de hecho una de las marcas distintivas de nuestra época" (Harvey, 2013) y lo más insospechado y bienintencionado puede ser movilizado para la obtención de rentas y la acumulación de capital. Los fondos de inversión y las grandes empresas han visto en las ciudades actuales lugares muy favorables para los negocios generando dinámicas "de acumulación de capital por desposesión" (Harvey, 2013). Los desposeídos, en este caso, son los vecinos y vecinas más vulnerables: inquilinos antiguos, jóvenes en busca de la primera vivienda, emigrantes, jubilados y nuevos trabajadores pobres. Los propietarios individuales, hipotecados o no, pueden ver crecer el valor de su patrimonio, a pesar de que sea la casa donde viven y en muchos casos su única propiedad. Pero cuando las mejoras urbanas se superponen con procesos de turistificación estos afectarán a su vida cotidiana. Aparecen la masificación de las calles, los ruidos y molestias, la proliferación de terrazas y restaurantes, la desaparición de los comercios tradicionales y su sustitución por otros dirigidos al turismo y una progresiva pérdida de los elementos que conformaban hasta ahora una comunidad de barrio. Es evidente que estas mejoras urbanas son necesarias, pero han de venir acompañadas por regulaciones y políticas públicas potentes que protejan a los y las vecinas ante las dinámicas especulativas de las empresas y los fondos de inversión. Estas regulaciones tienen que ser promovidas por el Estado, ya que actualmente los Ayuntamientos no tienen capacidad normativa para impulsarlas. La promoción de vivienda pública es un camino y una alternativa, pero muchas veces dada la estructura de la propiedad en nuestras ciudades, puede ser del todo insuficiente para resolver los problemas que surgen para acceder a un hogar asequible.
Fuente: Ernest Cañada | Alba Sud.
Hay que impulsar barrios y ciudades que salgan de una economía centrada exclusivamente en los servicios, y en el caso de Barcelona especialmente orientada al monocultivo turístico. Hay que recuperar la industria dentro de las ciudades. No la de grandes factorías del pasado, pero sí los pequeños y medianos talleres y fábricas de producción dirigida al consumo de proximidad y a las necesidades locales. El mantra de la alta tecnología y las empresas emergentes, suena muy bien y tiene prestigio, pero las personas necesitamos productos básicos más cotidianos y de los que no podemos prescindir. La pandemia de la COVID-19 nos enfrento a estas necesidades básicas que no puede resolver siempre la última innovación en tecnología. Esto puede sonar extraño, sobre todo después de haber expulsado la industria de las ciudades, como sucedió en Barcelona en las últimas décadas del siglo pasado. Pero es imposible pensar que sin alternativas económicas que generen puestos de trabajo fuera de la esfera de los servicios podremos contener la expansión turística dentro de la ciudad. Y estos puestos de trabajo tienen que ser para todas y todos y no solo para minorías muy formadas.
Por otro lado, dentro de las renaturalizaciones en la ciudad no podemos dejar de tener en cuenta los huertos urbanos como parte de esta infraestructura verde dentro y en fuera de la ciudad. Unos huertos que aparte de su función productiva y de consumo de proximidad pueden tenerla también pedagógica si la vinculamos a las entidades vecinales y educativas. Nuestra sociedad ha vivido de espaldas a la producción agrícola y ganadera y es urgente que desde la misma ciudad enseñemos a nuestros niños y niñas y al conjunto de la población cual es el origen y como se producen los alimentos que comemos cada día. Una alfabetización agrícola y alimentaria se tiene que llevar a cabo desde la misma ciudad y no solo con visitas recreativas a los territorios rurales. Si nos hacemos conscientes que la última vaquería de Barcelona cerró, obligada, en 1984, quizás nos daremos cuenta que no estamos tan lejos de aquellos tiempos donde la ciudad aún proveía a los y las vecinas de sus alimentos básicos. Las grandes urbes tienen que recuperar su conexión con la tierra, la producción de los alimentos y la comida también a través de los mercados urbanos de productos de proximidad (Steel, 2020).
Todo ello tendría que conformar unos barrios más pacíficos, lentos, saludables, equilibrados y diversos, donde el turismo fuera una actividad más, contenida y dimensionada en una escala asumible para no alterar dramáticamente la vida cotidiana de sus habitantes. Por otro lado, y no es una cuestión menor, unas ciudades más amables y con más verde urbano pueden ser un atractivo para sus propios ciudadanos y ciudadanas. Se pueden convertir en una oportunidad para actividades de ocio de proximidad evitando la hipermobilidad que sufrimos y la masificación de espacios naturales y rurales, y su conversión en meros parques recreativos de poblaciones urbanas que sufren un lógico "déficit de naturaleza". Esta es una cuestión compleja y contradictoria, que habrá que abordar con cuidado. Muchos territorios de interior, al mismo tiempo que sufren las consecuencias de la hiperfrecuentación turística, tienen una fuerte dependencia económica de esta misma afluencia de visitantes de fines de semana y vacaciones. Los deportes de nieve, el senderismo y actividades de aventura, la restauración, los hoteles y casas rurales necesitan el flujo constante de los visitantes que provienen de Barcelona y su área metropolitana. Por lo tanto, las transformaciones que habrá que impulsar se tendrán que planificar con una mirada global y buscando nuevas alianzas y consensos entre los territorios rurales y urbanos. La transición ecosocial tendrá que ser justa y, por lo tanto, hará falta que busque caminos postcapitalistas, formas de organización de la sociedad que superen las lógicas de crecimiento, de mercantilización y de acumulación y reproducción del capital. Una economía urbana pensada para buscar el bien común y un equilibrio saludable con su entorno natural.
He iniciado estas reflexiones citando a David Harvey, que se lamentaba de la capacidad que tiene el capitalismo para estropear cualquier propuesta moralmente bienintencionada, y las pacificaciones y renaturalizaciones urbanas sin ninguna duda lo son. Ideas socialmente buenas, que fomentan la salud pública y ecológicamente necesarias pero que se pueden pervertir y como un bumerán volverse contra sus potenciales beneficiarios. Pero, como insiste con esperanza Ernest Cañada "ninguna práctica social tendría que quedar excluida de las aspiraciones de transformación en un sentido emancipatorio" (Cañada, 2023). Tampoco una vida más digna y pacifica en nuestras ciudades. Unas ciudades, como nos pide la pensadora ecofeminista Yayo Herrero, más conectadas con la tierra y la naturaleza que las acoge y alimenta (Herrero, 2023). Ojalá estas propuestas y aspiraciones para una nueva forma de habitar en ciudades más amables y ecológicas se abran paso en medio de todos los obstáculos que la mercantilización capitalista les impone y finalmente se conviertan en verdaderos espacios para la vida, la transformación social y la emancipación humana.
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