18-06-2024
Enric Tello: "El retorno a la tierra y una agroganaderia relocalizada abren muchas posibilidades para un turismo de proximidad"
Raül Valls | Alba SudConversamos con Enric Tello sobre los límites biofísicos del modelo turístico vigente y sobre qué alternativas de recreación serán posibles en el contexto de la urgente transición ecosocial. Lo hacemos introduciendo los marcos teóricos que la economía ecológica ha desarrollado los últimos años, con el llamativo nombre “de economía donut”.
Crédito Fotografía: Cortesía de Enric Tello.
Enric Tello Aragay (Barcelona, 1956), es Doctor en Historia contemporánea y catedrático del Departamento de Historia e Instituciones Económicas de la Universitat de Barcelona. Es experto en Historia Agraria, miembro de Ecologistas en Acción y vinculado a la emblemática revista Mientras Tanto, fundada el 1982 por el filósofo marxista Manuel Sacristán. Ha investigado sobre las transformaciones del territorio a partir de los flujos de energía y materiales producidos por nuestro metabolismo social, siguiendo la huella de influyentes pensadores de la economía ecológica como Joan Martínez Alier. Ha escrito artículos y libros cómo “La historia cuenta. Del crecimiento económico al desarrollo humano sostenible” (Barcelona, 2005) y más recientemente en el volumen colectivo “¿Por que la crisis ambiental?. Contribuciones desde la Ecología Social” (Barcelona, 2023)
Vas reflexionando y estudiando desde hace tiempo sobre una idea que han denominado "economía donut". Explícanos algo más esta propuesta.
El cambio hacia una sociedad que haga las paces con la naturaleza y entre las personas, como nos propuso ya hace años Barry Commoner, necesita también formas de evaluar en que situación estamos para poder planificar correctamente los cambios que hay que llevar a cabo. Hoy continuamos imbuidos de la idea que se hizo hegemónica los siglos XIX y XX, y que nos hacía perseguir el crecimiento económico a ultranza. La forma de medir esto, en el marco de las llamadas "contabilidades nacionales", ha sido el PIB (Producto Interior Bruto). Este crecimiento ha topado con los límites biofísicos del planeta y está minando las bases que son el sostén de la vida y de la naturaleza de la cual formamos parte. Necesitamos, por lo tanto, nuevos indicadores que nos guíen.
Uno muy popular es la "huella ecológica", planteada ya hace 29 años. Este indicador quiere medir de manera simple la apropiación de la biocapacidad terrestre que tiene incorporada una determinada canasta de consumo. Lo hace midiendo hectáreas de terreno. A pesar de ser una manera fácil de hacerlo comprensible para la mayoría, tiene el problema que se basa en cantidades medias de toda la Tierra que en algún caso, como la huella energética –evaluada por la cantidad de bosque medio terrestre que tendría que existir para que los gases invernadero no se acumularan a la atmósfera—, son cantidades virtuales inexistentes. Dicho simple y llanamente, es un indicador con un trazo excesivamente grueso al querer reducir todos los impactos ambientales a una sola unidad de medida: las hectáreas de territorio.
La propuesta de la economía donut quiere abordar la complejidad de estos impactos socio-ambientales, midiendo cada cosa con sus unidades, pero a la vez ser suficientemente comprensible para, con una imagen muy gráfica, saber donde estamos y hacia donde queremos ir. Aquí es donde aparece la idea de representar dos círculos concéntricos, donde en el círculo superior tenemos los límites biofísicos que no hemos de superar, y que ha estudiado de forma rigurosa y precisa el Instituto de Resiliencía de Estocolmo: el problema del cambio climático, pero también el agua dulce, la biodiversidad, la acidificación de los océanos, la pérdida de fósforo y nitrógeno de los suelos convirtiéndolos en contaminantes, etc. También es importante la idea de la interconexión entre estos diferentes factores. El círculo inferior delimita los fundamentos sociales, o sea aquellas necesidades humanas (alimentación, energía, vivienda, salud, educación, participación política, etc.) que hay que satisfacer para qué todo el mundo pueda tener una buena vida. Este donut está dividido en diferentes cajones y en cada uno hay factor, y con los colores del semáforo valoramos si nos situamos dentro de él (verde) o si por arriba ya nos hemos extralimitado de los límites planetarios (rojo), o por abajo si hay personas con carencias sociales graves que hacen imposible un buen vivir (rojo). Definiendo en el interior del donut un espacio justo y seguro para qué todo el mundo pueda vivir bien sin deteriorar el medio ambiente común. Este "donut" nos da una fotografía detallada de cómo estamos y nos tiene que servir para planificar hacia donde hemos de ir.
¿Esta propuesta ha sido bien recibida? ¿Se está utilizando como mapa para orientarse?
Se están sumando sobre todo ciudades que lo utilizan como forma de medir su nivel de prosperidad, y que esta sea sostenible, compartible y equitativa. Para estas comunidades urbanas son importantes sobre todo los fundamentos sociales que conforman el círculo concéntrico inferior, y dónde están cuestiones como las necesidades de energía, alimentación, agua, salud, educación, equidad de género, voz y participación política, vivienda, etc. Secciona el donut por la parte interior y también valora con el semáforo si estas necesidades se están satisfaciendo de forma adecuada sin comprometer las necesidades de otras personas.
No se trata de un solo indicador sino de muchos integrados en esta relación compleja que supone vivir bien sin echar a perder la única Tierra que tenemos. De hecho, cada dimensión del “donut” puede acabar teniendo diferentes indicadores para medirlas. La salud, por ejemplo, la podemos medir desde la esperanza de vida, porcentajes de obesidad y sobrepeso, etc. Todo ello ayuda a hacer visibles y comparables los niveles de aprovisionamiento para satisfacer las necesidades y para que una macroeconomía ecológica pueda definir ese espacio donde nos hemos de situar todos y todas para disfrutar de unas vidas dignas que no pongan en cuestión la base natural que nos sustenta.
Esta propuesta quiere ser una alternativa al monoteísmo que la economía convencional ejerce con el indicador del PIB. Cada ciudad que forma parte de la red de la economía “donut” decide qué indicadores usa para construir su propia "selfie", y que le sirvan como guía para desplegar programas y actuar. El laboratorio de Oxford DEAL, donde se asesora este proceso, pide expresamente que los indicadores concretos se decidan de forma participativa para conseguir una “selfie” lo más real y comprensible posible. En Barcelona, por ejemplo, han participado personas provenientes de muchos movimientos sociales junto con técnicos de varias áreas del ayuntamiento que han aportado sus propuestas. El resultado ha confirmado que temas como la vivienda, la pobreza y la contaminación están claramente con el semáforo en rojo. El objetivo es que esta diagnosis sirva para establecer prioridades y diseñar políticas públicas que sean evaluables. La finalidad es transformar y mejorar estas realidades que hemos detectado con estos indicadores, y conseguir avanzar hacia una vida próspera compartida, una buena vida donde quepa todo el mundo.
El ejemplo de Barcelona y su evolución las últimas décadas me sirve para plantearte cómo abordaríamos la cuestión de turismo dentro del "donut". Por un lado, cuando estas tendencias masivas del turismo hacen saltar las costuras de la ciudad y provocan efectos indeseables y por otra, como reflexionamos desde Alba Sur, la voluntad de repensar el turismo a partir de necesidades humanas básicas como el descanso, el ocio, la salud, la cultura y huir de las tendencias mercantilizadas y consumistas que lo han caracterizado en los años petróleo abundante y barato y del crecimiento económico como única forma de entender y generar bienestar humano.
Si la sostenibilidad es satisfacer con justicia las necesidades de las actuales generaciones sin comprometer las necesidades de las generaciones futuras, está claro que el modelo capitalista no es la solución. En este sentido, dentro del capitalismo el turismo lo podríamos comparar con la alimentación dado que convierte ambas necesidades en una mercancía regida por el beneficio privado de unos pocos. Hace falta que entremos a analizar cuidadosamente los procesos y las cadenas de producción y consumo que están detrás de la parte del donut del turismo, para ver si generan una satisfacción o insatisfacción de las necesidades humanas reales, y si los impactos superan los límites planetarios. Lo que se puede concluir de estos análisis, que denominamos desde DEAL y la nueva macroeconomía ecológica los "sistemas de aprovisionamiento" dentro de los servicios ecosistémicos, queda claro: sufrimos una insostenible globalización mercantil de estos servicios, como son el turismo y la alimentación. Creo pertinente la comparación entre estas dos cadenas mercantiles porque, como explicaré después, se pueden relacionar y reforzar positivamente, dentro de los dos círculos del donut, para transformarlas ambas a la vez hacia otras formas más justas y sostenibles de satisfacer estas necesidades.
¿Qué impactos del turismo son estos que ponen el semáforo en rojo dentro del donut urbano de una ciudad como Barcelona?
Obviamente, antes que nada una llegada de turistas tan masiva que acaban afectando y haciendo insoportable la vida de los y las ciudadanas de Barcelona, aunque todo esto deje unos ingresos en la ciudad que en general son migajas para las mayorías sociales que la habitan. No olvidemos tampoco las condiciones laborales precarias y la sobreexplotación que afectan la salud de los y las trabajadoras del sector turístico. Por ejemplo, y desde Alba Sur lo habéis estudiado en profundidad: el caso de las “kellys”. También supone una huella de carbono enorme, de aviones y barcos que traen a millones de turistas dentro de unas lógicas de consumo compulsivo de una ciudad que en este proceso ve devorados los mismos valores que la hacen atractiva. ¿Por qué tanta gente se siente atraída por Barcelona? Perciben que es una ciudad viva, con una calidad de vida que tiene que ver con que plazas y calles tengan un uso muy intenso por una población local diversa, interesante. Pero la inmensa mayora de visitantes ignora que esto también se debe a un pasado y un presente de rebeldía, de largas luchas de asociaciones de vecinos y otros movimientos sociales que han mejorado la vida de los barrios, y que han configurado esta ciudad interesante y atractiva... que ahora se ve amenazada de ser destruida por este turismo masivo que, paradójicamente, ella misma atrae.
El turismo devora las ciudades, pero ¿hay alternativas a esta lógica perversa?
No toda forma de turismo tiene que ser insostenible, entre otras cosas porque tenemos que ser conscientes que gran parte de la humanidad vive en ciudades, donde hay una alta concentración de servicios de salud, culturales, educativos..., que hace atractivo vivir en ellas. Pero, a la vez, también suponen una carencia importante de espacios de ocio en contacto con la naturaleza donde se pueda encontrar tranquilidad y reposo. Esto hace comprensible la necesidad de salir de las ciudades para disfrutar de la naturaleza. Otra cosa es como lo hagamos, con qué medios de transporte, de qué manera visitamos estos lugares, los procesos urbanísticos que se derivan, etc. Aquí es donde aparece el papel capital de los “sistemas de aprovisionamiento” generados por grandes corporaciones capitalistas que no buscan satisfacer necesidades, sino obtener beneficios de las necesidades de los demás (y, para seguirlos generando, siempre es mejor que la clientela este permanentemente insatisfecha).
Estas cadenas de aprovisionamiento capitalista generan unas relaciones entre el mundo urbano y rural que tenemos que analizar, criticar y transformar. El caso de la Cerdanya en Catalunya es el ejemplo de un modelo nefasto donde, a través de los cambios de usos del suelo y el crecimiento de unas urbanizaciones con un promedio muy bajo de ocupación días/año han transformado completamente esta comarca y han destruido su ruralidad e identidad comunitaria. Pero todavía hay resistencias, y en este contexto nos hacen falta propuestas alternativas como por ejemplo el Proyecto Betula, liderado por la cooperativa l’Arada del Solsonès, en el Parque Natural del Cadí-Moixeró, con los que colaboramos, y donde se proponen modelos alternativos que pongan la producción de alimentos en el centro. El modelo de monocultivo turístico ha provocado el abandono de tierras agrícolas, un crecimiento incontrolado del bosque, y una desaparición de los prados de montaña que paradójicamente provocan una pérdida de la biodiversidad de este territorio. Por lo tanto, como Barcelona, es un modelo del mal llamado “desarrollo” que destruye aquello mismo que el turista busca y valora. Lo que necesitamos son políticas públicas que ayuden a revivir un mundo rural que se está muriendo. Necesitamos pastores, campesinos agroecológicos, ganaderos en extensivo, gente que trabaje en el bosque. Necesitamos relocalizar el sistema alimentario, con cambios hacia la agroecología, reintegrando nuevos territorios agrarios que nos permitan lograr un soberanía alimentaria que ahora no tenemos. Hoy comemos alimentos que no sabemos ni de donde vienen. Agroecológico no solo quiere decir un manejo sin fertilizantes y biocidas sintéticos, también quiere decir relocalizar la producción y el consumo con una bioeconomia circular que devuelva al suelo la materia orgánica que nos ha producido, y evite tener que comer productos que han sido cultivados a miles de kilómetros para llegar luego a nuestra mesa. Comer en España un producto ecológico producido en California no tiene nada de ecológico.
¿Tienes en mente algún ejemplo donde se esté avanzando en la buena dirección a la hora de relacionar producción agraria, ganadería, industria y prácticas turísticas?
El caso de la comarca del Penedès en Catalunya es interesante. Ahora mismo un 69% de la viña es ecológica y en pocos años lo será toda. Las pequeñas cavas (empresas de elaboración de vino) han creado una marca propia, Corpinnat, o la denominación Clàssic Penedès dentro de la DO Penedès, donde todos son ecológicos. Esta visión combina agricultura ecológica con industria de elaboración vinícola, y todo ello en el marco de un paisaje que le da personalidad y un “lugar” a la producción. Aquello que los franceses denominan la "culture du terroir". Te proponen un producto de calidad, pero también un paisaje, un territorio, y se han convertido en empresas bastante rentables porque estas pequeñas producciones ecológicas también pueden vender su producto por canales propios y a buenos precios. El problema, que empiezan a reconocer, es que es un modelo demasiado basado en el monocultivo de la viña y por eso, entre otras cosas, están introduciendo ganado en las zonas de bosque para producir ellos mismos una parte del estiércol que necesitan. Queda mucho trabajo por hacer si se quiere llegar a cerrar el círculo de los nutrientes del suelo con una verdadera bioeconomía circular. Difícilmente será posible a escala de una sola granja, pero sí lo puede ser en un ámbito regional, en un paisaje diverso, que integre la viña y otros cultivos con los pastos y bosques a escala de toda una comarca. Esta tendencia a relocalizar la huella alimentaria y el retorno a la tierra en forma de fertilizantes naturales, de lo que ella nos ha dado como producto, también puede generar nuevas actividades de restauración y ocio vinculadas a la proximidad, que religuen productos, elaboración industrial y paisaje promoviendo otras propuestas turísticas de calidad, más sostenibles y que sean interesantes para visitantes de un entorno cercano.
Aun así, una de las quejas del mundo rural es que esta turistificación los acaba convirtiendo en un territorio organizado prioritariamente para el ocio de la gente de las ciudades. Recuerdo cuando se decía en Catalunya que los campesinos tenían que ser "los jardineros del territorio". Pero los últimos años las tensiones han ido creciendo y sin duda el turismo, en este caso de proximidad, es una de las causas de esta escalada.
El mundo rural, o lo que queda de este, ha de tener una economía diversificada y donde la producción de alimentos, y no el turismo, tengan la centralidad. Ahora mismo, y la pandemia lo dejó muy claro, tenemos un proceso de retorno a las zonas rurales, pero protagonizado por "expats" y profesionales que teletrabajan y que se instalan en el campo buscando una calidad de vida que no encuentran en las ciudades. No me parece mal, pero no puede ser la manera mayoritaria de este retorno al mundo rural. Nos hacen falta nuevos habitantes que, además de habitar el territorio vivan de este territorio. Esto debería propiciar una reconciliación y una nueva alianza campo-ciudad, acercando a las personas, poniéndoles rostro y generando proyectos que las vinculen. En el ejemplo que mencionaba antes, del Parque del Cadí-Moixeró, es negativo que la centralidad económica la tengan proyectos vinculados a las pistas de esquí o a las actividades de ocio en naturaleza. Hace falta que la producción de alimentos y los productos forestales recuperen el protagonismo, y que las actividades de ocio ocupen un papel complementario de esta producción. Esto tiene que implicar el desarrollo de unos mercados menos mercantilizados, más enfocados a las necesidades de consumo y no a la reproducción del capital, como lo habían sido durante milenios. Los mercados campesinos son un buen ejemplo, ya existían antes del capitalismo y existirán cuando este allá desaparecido. Cómo decía Karl Polanyi, hay que distinguir entre los mercados que son un lugar y la mercantilización de la vida.
Veo que das importancia a los aspectos morales y a los estilos de vida en esta nueva alianza campo-ciudad.
Efectivamente. El historiador marxista británico Edward P. Thompson utilizaba el término "economía moral" para referirse a los cimientos éticos que gobernaban las actividades económicas de las sociedades precapitalistas. Aquello que para una comunidad estaba bien o mal independientemente de su eficiencia lucrativa. Ahora necesitamos nuevas formas de economía moral que desmercantilicen lo que es importante para la vida y nos den nuevos criterios que sirvan para impulsar políticas y actividades económicas basadas en la economía social y solidaria. Y, muy importante, esta economía ha de poner en el centro la protección de los suelos agrícolas y su fertilidad. Hoy desgraciadamente el modelo agrícola y ganadero hegemónico está empobreciendo y destruyendo los suelos, y esto es una catástrofe. Pero los suelos agrarios también pueden ser una solución a la superación de límites planetarios de que hablábamos antes, y del cambio climático en particular. Regenerar la vida del suelo es, de largo, el imbornal más grande y barato para absorber el carbono de la atmósfera y fijarlo donde se necesita. Pero esto es incompatible con la actual globalización capitalista del abastecimiento alimentario. Y por eso el Comité Mundial de Seguridad Alimentaria de Naciones Unidas y la FAO piden a todos los gobiernos del mundo iniciar una transición agroecológica tan o más importante que la transición energética a fuentes renovables.
Nos hacen falta, por lo tanto, cambios sistémicos muy importantes. Sin pensar en formas autárquicas tenemos que dejar de importar alimentos que vienen de miles de kilómetros. No se trata de convertirnos todos al veganismo, pero tenemos que comer la mitad de la carne actual, también por salud, la nuestra y la de la Tierra. Hay que suprimir el insalubre "fordismo animal", que suponen las macrogranjas, pero no podemos prescindir de pequeñas explotaciones y sobre todo de una ganadería en extensivo que nos ayuda a enriquecer la vida del suelo y mantener un paisaje en mosaico, con mucha más biodiversidad, y que, por otro lado, nos protege ante los grandes incendios forestales. Tanto si decidimos comer carne como no hacerlo, para hacer la transición agroecológica, y para lograr un mundo rural vivo, necesitamos de manadas de ganado paciendo.
Y en este contexto, ¿qué tipo de turismo ves posible en el mundo rural?
El turismo rural tiene que ser una actividad que va a conocer y vivir el campo, que es un apoyo que ayuda a los campesinos a resistir, a mejorar sus ganancias que ahora mismo están subyugados por las grandes corporaciones de la agroindustria. Un turismo que ponga en el centro la salud y busca alimentos sanos y de proximidad. Por otro lado, y quiero insistir en esto, las ciudades han de tener su propia infraestructura verde, que equilibre la zona construida donde habitamos. La gente de la ciudad necesita espacios naturales a su alcance, y estos no pueden seguir desapareciendo bajo más construcciones. Nos hacen falta conectores que unan los parques urbanos interiores con los parques naturales que rodean las zonas urbanas. Tendríamos que poder ir andando y en bicicleta desde los centros de las ciudades hasta los espacios naturales y las zonas rurales que las rodean. Por ejemplo, el Parque Agrario del Baix Llobregat (Catalunya), una zona hortícola que tiene una gran importancia alimentaria para el área metropolitana de Barcelona, pero que al mismo tiempo también es un espacio de recreo con fuerte contenido pedagógico que hay que organizar y mantener con mucho cuidado. También, cercano a Barcelona, es un buen ejemplo el espacio agrícola protegido de Gallecs, ahora en proceso de transición agroecológica. Cuanto más espacios de este tipo tengamos en entornos próximos a las ciudades, menos necesidad tendremos de llevar a cabo largos desplazamientos, generalmente hechos en coche, para disfrutar de la naturaleza.
¿Eres optimista sobre las posibilidades de lograr esta transformación ecosocial?
Sí, en estos momentos hay por todo el país muchas pequeñas iniciativas agroecológicas que son lugares de resistencia ante el modelo hegemónico. Lo que ahora hace falta es un salto de escala que implique su integración. No se trata de ir añadiendo más iniciativas inconexas sino de integrarlas en todas sus dimensiones culturales, sociales, políticas, materiales y energéticas. Esta integración será generadora de paisajes rurales más diversos, complejos, integrados y saludables. El modelo agroindustrial, con sus lógicas de monocultivo donde se abandonan las tierras menos accesibles a la maquinaria, genera un tipo de paisaje que no es el paisaje en mosaico, más rico y biodiverso, del que nos hablaba el ecólogo catalán Ramon Margalef. Este es el paisaje que necesita un mundo rural vivo. Esto implica revisar nuestros modelos de conservación del territorio. Ahora mismo se da una paradoja: gracias a los parques naturales hay especies emblemáticas que se están recuperando, por ejemplo el oso pardo o el urogallo, pero, en cambio, perdemos una gran biodiversidad de especies comunes, sobre todo pájaros corrientes típicamente asociados a campos de cultivo, que viven en espacios rurales o en zonas naturales no protegidas.
Como insisto, esto nos tiene que llevar a repensar las formas de conservación. Los espacios protegidos no pueden ser lugares aislados, que se convierten en una suerte de santuarios donde sobreviven algunas especies emblemáticas, pero donde la tendencia general de los ecosistemas es al empobrecimiento. Hacen falta políticas que, más allá de las zonas protegidas, preserven y cuiden de estos paisajes en mosaico, que además realizan un papel fundamental como conectores ecológicos. Con la agricultura y ganadería ecológica estos espacios rurales proveen, aparte de alimentos saludables, también de otros servicios ecosistémicos que, como define el IPBES, no son solo el de abastecimiento. Los paisajes agroecológicos también proporcionan importantísimos servicios ecosistémicos de regulación y de apoyo. Algunos de estos servicios son muy vitales, como por ejemplo regenerar la fertilidad de los suelos, polinizar cultivos y plantas silvestres, o regular los sistemas hidrológicos, etc. Después hay los servicios ecosistémicos culturales, recreativos y espirituales. Estos, sobre todo los recreativos, son los que va a buscar el turismo rural o de naturaleza. Estos servicios no se tienen en cuenta y no se pagan, pero están y son muy importantes. La industria turística explota estos espacios y ni paga ni devuelve nada a quien cuida de sus paisajes ni a la sociedad que los demanda. Quizás una buena idea, que en las Baleares impulsaron y que lamentablemente se abandonó con la pandemia de COVID-19, es dedicar una parte de la recaudación de la tasa turística a pagar estos servicios ecosistémicos y no a la promoción turística como sucede en la mayoría de ocasiones. Por lo tanto, soy optimista, puesto que tenemos muchos caminos y soluciones factibles y realistas. Lo que hace falta ahora es voluntad política para llevarlas a cabo.
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