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Artículo de Opinión | Territorio y recursos naturales | Cataluña

03-06-2014

Una Nueva Cultura del Territorio frente al turbocapitalismo destructivo

Raül Valls | Alba Sud / CST

La velocidad y falta de control de las poblaciones locales sobre las transformaciones territoriales son dos variables clave para entender mejor las resistencias ante determinadas obras “modernizadoras”.


Crédito Fotografía: Camps de la Guàrdia Lada, la Segarra. Foto de Àngela Llop (bajo licencia creative commons).

Es bien sabido que la Humanidad ha actuado sobre el planeta como una auténtica fuerza geológica, transformando la biosfera y redefiniendo las dinámicas naturales en función de sus necesidades. Resulta fácil entender que los paisajes que nos rodean serían bastante distintos si no fuera por nuestra intervención, y que lo serán cuando nuestra especie haya, por la razón que sea, desaparecido del planeta. Esto no es en sí mismo ni bueno ni malo. La naturaleza ha ido adaptándose a nuestra intervención y a las transformaciones que hemos llevado a cabo. Tanto es así que algunas especies han tenido su oportunidad gracias a nuestra presencia e intervención, y desgraciadamente quedan en peligro cuando abandonamos determinados espacios o actuaciones [1].

Sin embargo los últimos dos siglos han supuesto una aceleración de las transformaciones hasta límites que han roto los equilibrios, amenazan agotar los recursos y están suponiendo un grave impacto sobre la biodiversidad. El cambio climático y sus consecuencias son uno de los síntomas principales de esta "gran transformación" operada por la Humanidad sobre el planeta, en forma de "gran experimento universal" del que corremos el riesgo de ser sus propios conejillos de indias.

Estas transformaciones aparecen básicamente como transformaciones de nuestro paisaje cotidiano. Es por eso que muchas veces el rechazo popular y las movilizaciones en "defensa del territorio" tienen como bandera o principal motivación, al menos inicial, los cambios en nuestro entorno inmediato, las modificaciones del paisaje. En este sentido cabe destacar dos elementos relacionados con la velocidad y la falta de control de las transformaciones:

- La velocidad de las transformaciones. La aceleración del turbocapitalismo de este cambio de siglo y su constante necesidad de expansión han hecho que los paisajes cotidianos de muchas personas se hayan modificado a una velocidad nunca vista en la historia humana. El tsunami urbanizador de las dos últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI es un ejemplo demoledor. Muchas veces la desaparición, con motivaciones nada fundamentadas, de los espacios vivenciales de las poblaciones afectadas por grandes procesos de construcción de infraestructuras o de crecimientos urbanísticos, han generado desconcierto y rechazo.

- La falta de control sobre las transformaciones. En nombre de un supuesto "interés general", que en muchos casos es más que dudoso, cuando no directamente deudor de los intereses de grandes grupos económicos, las poblaciones afectadas no son consultadas ni escuchadas sobre estas transformaciones que afectarán su paisaje inmediato. El discurso del progreso, del crecimiento económico y de la "competitividad" se convierten en un "mantra" que se repite hasta saturar y hacer innecesario cualquier proceso de discusión democrática sobre el futuro del territorio. Cualquier cosa es sacrificada por un supuesto "desarrollo" imprescindible para salvarnos de la derrota económica y el empobrecimiento.

A partir de estas dos variables podemos acercarnos y comprender mejor las resistencias que surgen en las dinámicas de transformación que el neoliberalismo promueve en el territorio. Estas dinámicas se pueden expresar tanto "constructivamente", cuando se impulsa los pozos de fracking, BCN World o el eje Vic-Olot, como "destructivamente", en el momento que se deja al Ebro con caudales mínimos, se derriba el Centro Social de Can Vies o se pone en peligro la fertilidad de las tierras de cultivo por su sobreexplotación.

Aunque para ser más exactos construcción y destrucción se mezclan dialécticamente en una suerte de espiral negativa que una vez consumido mercantilmente un territorio, queda irreconocible para sus habitantes. Por tanto, cuando hacemos referencia a la protesta ciudadana, no sólo nos referimos a una cuestión estética, tan menospreciada muchas veces, sino social y cultural. La transformación paisajística implica también la disolución de formas de sociabilidad más amables y colectivas y la mercantilización total de territorios y vidas.

El proceso de turistización de Barcelona, por ejemplo, obedece también a estas dinámicas de construcción / destrucción. La ciudad se convierte en un espacio sometido totalmente a las lógicas mercantiles. El territorio se banaliza y se vuelve cada vez más un decorado para las actividades turísticas y la acumulación de capital. Las dinámicas que se generan tienden a marginar la vida cotidiana real de la población, que a pesar de ser la mayoría se va quedando cada vez más arrinconada, convirtiéndose muchas veces un estorbo para los negocios en marcha.

Las transformaciones son rápidas, lo que evita también el debate democrático, y los ciudadanos pierden totalmente el control de la evolución del lugar donde habitan, y así terminan que prácticamente no lo reconocen. Ante esto surge una resistencia que al principio sorprendía a los propios administradores públicos de un modelo de desarrollo que daban por ideológicamente indiscutible y económicamente conveniente para sus socios privados [2].

Cuando la gente de un determinado lugar levanta su voz ante grandes proyectos de transformación, enuncian un derecho nuevo: el de tener el control sobre las decisiones que afectan a su entorno inmediato y a ralentizar el ritmo de los cambios (cuando estos se consideran necesarios), para adecuarlos a una escala más humana y racional. Las grandes corporaciones empresariales en cambio ven el territorio como un espacio para la generación de beneficios. Que los cambios sean innecesarios (pozos de fracking, aeropuertos, autopistas, ...) les es del todo indiferente: de lo que se trata es de vender el producto y huir con el dinero. Una vez un territorio ha sido explotado buscan otros para seguir su expansión destructiva.

Una Nueva Cultura del Territorio implica una democratización radical de la sociedad y una ruptura con un modelo de propiedad y de apropiación que pone el control y el futuro del territorio en manos de una minoría irresponsable. El objetivo de esta minoría es solo aumentar su riqueza y poder social, llevando los sistemas naturales al límite de su extenuación si es necesario. Preservar las necesidades generales y el bien común implica, por tanto, una planificación territorial democrática que debe suponer un funcionamiento saludable de la biosfera y su radical desmercantilización. Las luchas en "defensa del territorio" han situado la responsabilidad en relación a una vida digna, saludable y pacifica para las futuras generaciones en el programa político de aquellos que luchan desde siempre por la emancipación humana. Esta es sin duda su gran aportación.

 

Notas:
[1] Los espacios agrícolas, sobre todo los tradicionales, con sus terrazas y márgenes, han sido territorios especialmente favorables para algunas especies de aves y mamíferos que han encontrado ahí un hábitat adecuado. Desafortunadamente su abandono y la reaparición del bosque han supuesto en ocasiones una pérdida de biodiversidad.
[2] Esta confusión entre bien general y lucro privado es muy propia de los tiempos actuales. Los estamentos políticos, ingenuamente o no, lo adoran como una verdad sagrada. En la situación actual de desempleo la excusa de la "creación de puestos de trabajo" se convierte en el nuevo "mantra" para convencer de la bondad de los proyectos en marcha.