07-02-2010
“Parque Montecristo: rompiendo las exclusiones”, per Ileana Gómez
En aquest article, Ileana Gómez, coordinadora pro-tempore de la Fundación PRISMA, proposa una reflexió crítica sobre la contraposició entre diferents models de conservació ambiental, a partir de la recent intervenció del Ministeri de Medi Ambient i Recursos Naturals de El Salvador al Parc Nacional de Montecristo.
“Parque Montecristo: rompiendo las exclusiones”, per Ileana Gómez
El Parque Nacional de Montecristo fue nombrado como tal por un decreto ejecutivo en 1987, ha sido administrado primero por el Ministerio de Agricultura y posteriormente por el Ministerio del Medio Ambiente. Originalmente se trataba de una antigua hacienda que combinaba la producción de cultivos de subsistencia, pastos y café. En las laderas de las montañas de Montecristo ocurrieron fuertes deslaves que llevaron al Estado a tomar cartas en el asunto, comprar los terrenos y realizar obras de conservación de suelos, además se realizaron actividades de manejo forestal y producción agropecuaria. Varias familias habitaban la propiedad en forma dispersa, como colonos de la antigua hacienda.
La idea de manejar Montecristo como un parque con un enfoque conservacionista llegó después, como parte de los enfoques de conservación que aterrizaron en la región centroamericana en los ochenta, que se ha priorizado el supuesto daño que las actividades de la población local realiza sobre los ecosistemas. Estos enfoques apenas consideran que se trata de espacios en constante interacción con otras presiones más álgidas como las derivadas de las fuerzas económicas, políticas y otros cambios sociales que afectan a los territorios como las migraciones y las actividades ilícitas.
Bajo estos enfoques de manejo, la exclusión de los recursos naturales de los pobladores que tradicionalmente han dependido de ellos es la vía para garantizar la conservación de los bosques, su flora y su fauna. No sorprende que en los diagnósticos y planes de manejo de este tipo de áreas, el principal problema sea la “presión de las comunidades sobre los recursos”, y que para contener esta presión el remedio sea la aplicación de sanciones, restricciones, vigilancia y prohibiciones respecto al uso de los recursos del bosque. En Montecristo han dominado estos criterios, dando lugar a una relación conflictiva entre la administración del parque y las comunidades dentro y fuera del área. Las familias habitantes dentro del bosque han vivido en condiciones sumamente represivas y de extrema pobreza, han estado sometidos al registro de sus viviendas, sus familiares han tenido que pagar hasta 3 dólares para visitarles, no pueden mejorar sus viviendas sin permiso de la administración del parque, no participan de las actividades de reforestación, control de incendios o del turismo, que son propias de este tipo de espacios y generan ingresos para los que las realizan.
Para los visitantes del parque esta realidad de pobreza y marginación ha pasado desapercibida por años, el turista comúnmente disfruta de los beneficios del bosque: su clima fresco, aire limpio, orquídeas, pájaros exóticos y de la posibilidad de reencontrarse con la naturaleza en los senderos y arroyos, sin imaginarse las carencias, desnutrición y analfabetismo de los pobladores de este paraíso.
La forma de manejo que ha tenido el Parque de Montecristo esta totalmente desfasada de los modelos más recientes de gestión de áreas protegidas donde las comunidades son parte activa de la conservación y restauración ecológica. En el mundo deben de quedar pocas áreas protegidas que sean manejadas con el modelo exclusionista de Montecristo. Pero en los primeros días de Enero el vicepresidente del país anunció un nuevo modelo inclusivo para la gestión del parque, que implica una nueva administración y la incorporación de la población a su manejo. Este nuevo modelo esta siendo construido por el MARN, pero ya ha despertado los temores de las organizaciones nacionales de conservación, alguna de las cuales ha advertido el peligro de otorgar la propiedad del parque a sus pobladores, como un riesgo de que se pueda perjudicar los pocos recursos naturales que tenemos.
Estas advertencias hacen caer el problema de la gestión de las áreas naturales y de importancia ecológica en dos trampas: por un lado la trampa de que la conservación tiene como requisito la exclusión de los seres humanos de las dinámicas de la naturaleza y por otra, la trampa de la llamada “tragedia de los bienes comunes”, una teoría que por años quiso demostrar que sólo la ingerencia de una autoridad externa garantiza el uso racional de los recursos. Ambos supuestos han sido rebasados y negados por experiencias exitosas donde las comunidades, sus formas de organización, apropiación y compromiso con los recursos han asegurado la conservación de los recursos. Por ejemplo, en nuestra vecina Guatemala, en el Petén, los parques nacionales como Sierra del Lacandón y Laguna del Tigre manejados con ideas tradicionales, conservacionistas, y administrados por el Estado o por alguna ONG co-manejadora sufren constantemente de incendios forestales, degradación, invasión de tierras o tráfico ilegal. En el mismo Petén las reservas forestales comunitarias, manejadas por las comunidades organizadas han sido exitosas no sólo para conservar el bosque, la biodiversidad y los recursos arqueológicos, sino además para garantizar una mejor calidad de vida de sus habitantes a través del manejo del bosque.
Los detractores del enfoque participativo muchas veces argumentan que es la extensión de los bosques como Petén o la misma amazonía la que permite que sea posible la compatibilidad entre las poblaciones que los habitan y la conservación de los recursos. Diversos estudios, entre ellos los realizados por la Premio Nobel de Economía de 2009 Elinor Ostrom, demuestran que por el contrario, la conservación es compatible con el uso sostenible de los recursos cuando los pobladores han ampliado sus derechos de acceso, extracción y manejo bajo acuerdos que permiten definir límites de uso, sanciones, formas de monitoreo, mecanismos de resolución de conflictos etc., ya que la ampliación de derechos actúa como un incentivo para garantizar el manejo sostenible de los recursos. El secreto no es la definición de reglas restrictivas construidas desde arriba, sino la creación de acuerdos consensuados en conjunto con los usuarios. La valoración del bosque es posible cuando este se ha integrado a las estrategias de vida de sus habitantes, es decir cuando se obtienen beneficios directos de las actividades compatibles con la preservación de los recursos, como el manejo forestal, la prevención de incendios, el control de riesgos o el turismo rural comunitario. Lograr que las comunidades participen y se beneficien de estas actividades requiere tiempo, capacitación, formación de recursos humanos y la construcción de una nueva visión colectiva que no nos separe de la naturaleza sino que nos vincule de nuevo a ella.
Queda un interesante camino por recorrer con las familias de Montecristo, que puede dar la pauta a nuevas modalidades de gestión de áreas protegidas donde la participación local sea la clave para la conservación y restauración de los ecosistemas y no su amenaza.
Publicat a Contrapunto, San Salvador, 6 de febrero de 2010.
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