22-07-2019
Transporte aéreo, aeropuertos e infraestructuras portuarias en el Mediterráneo
David RamosEl transporte aéreo y los cruceros marítimos juega un papel fundamental en la globalización e intensificación del turismo. El Mediterráneo constituye un ámbito privilegiado para el análisis del binomio turismo-transporte.
Crédito Fotografía: Aeropuerto El Prat. Imagen de Camilo Rueda bajo licencia creative commons.
El transporte ha desempeñado un papel clave en la globalización del turismo, facilitando su difusión espacial a escala mundial. En ese sentido, la cuenca Mediterránea, una de las regiones pioneras del turismo de masas que emerge después de la Segunda Guerra Mundial, constituye un ámbito privilegiado para el análisis del binomio turismo-transporte. El capítulo se centra en el transporte aéreo y en los cruceros marítimos, así como en sus infraestructuras de apoyo básicas, puertos y aeropuertos. Partiendo de estadísticas básicas y de numerosos ejemplos se pretende ofrecer una aproximación a algunas tendencias recientes de ambos modos en una región turística madura inserta en un contexto de creciente competencia con otros destinos.
Transporte aéreo y aeropuertos
El 40% de los 404 aeropuertos abiertos al tráfico civil en los países ribereños del Mediterráneo se encuentra a menos de cien kilómetros de la costa. Si además consideramos los aeropuertos ubicados en las inmediaciones del Mar Negro, el Mar Rojo y el Atlántico próximo, más de la mitad de los aeropuertos de esos países presentan una localización próxima al litoral. Aunque la distribución espacial de la población de los países mediterráneos explica en parte ese patrón, el desarrollo experimentado por el turismo desde mediados de los años 1950 es otro de los factores a considerar. De hecho, no es exagerado afirmar que el transporte aéreo ha desempeñado un papel fundamental en el crecimiento del turismo observado en la cuenca Mediterránea, considerada por la OMT como la primera región del Mundo en cuanto a llegadas de turistas internacionales.
La aprobación en 1956 “Acuerdo Multilateral sobre los derechos comerciales de los servicios aéreos no regulares en Europa” (Weld, 1956), impulsado por la Conferencia Europea de Aviación Civil (CEAC), fue clave para que el transporte aéreo pudiese canalizar una parte de la movilidad turística a la que comenzaron a acceder amplias capas sociales de los países más desarrollados de Europa Occidental. El impacto de esta medida fue tal que, en 1971, las compañías no regulares o chárter, que estaban obligadas a vender de forma conjunta el billete de avión dentro de un paquete turístico que al menos incluyese alojamiento, ya canalizaban el 38,4% del tráfico internacional existente entre los países miembros de la CEAC (ICAO, 1973).
En una época en la que los vuelos regulares eran un servicio caro, cuyo acceso estaba restringido a una minoría de la población, y las tarifas y rutas estaban determinadas por acuerdos bilaterales que respondían a las necesidades de las compañías de bandera, de propiedad pública en su mayoría, los vuelos no regulares o chárter fletados por turoperadores abrieron las puertas al abaratamiento de los viajes en avión. En ese contexto, un país como España, firmante del Acuerdo de 1956, cuya relativa lejanía a los principales mercados emisores europeos lo había colocado en una situación de clara desventaja respecto a otros destinos como Italia, basó a partir de entonces su desarrollo turístico en la mejora de la accesibilidad aérea, para lo cual el impulso dado a la construcción de nuevos aeropuertos próximos a los destinos del litoral fue clave. Lo mismo ocurrió en Túnez, cuya estrategia de impulso del turismo se fundamentó en facilitar la llegada de europeos por vía aérea a través de las operaciones de las compañías chárter nacionales y extranjeras. Tal y como ha señalado Miossec (1996), “en Túnez, cada turista necesitaba de una cama y cada cama necesitaba de un asiento de avión”, de tal manera que la propia red aeroportuaria del país fue diseñada para que ninguna zona turística estuviera situada a más de una hora de viaje por carretera (Chapoutot, 2011). Lo mismo ocurrió con la capacidad de los hoteles, que fue aumentando en función de las nuevas necesidades de los turoperadores, derivadas de la aparición de modelos de avión con un mayor número de asientos que incrementaban las economías de escala. Esta dinámica, lejos de ser exclusiva de Túnez, afectó a todos los países turísticos del Mediterráneo que optaron por un desarrollo turístico basado en los vuelos chárter (Gay, 2006), de ahí la trascendencia que el avión alcanzó en la construcción del espacio turístico.
Esa primera liberalización del transporte aéreo fue espacialmente selectiva, pues afectó fundamentalmente a aeropuertos situados en regiones turísticas ribereñas del Mediterráneo. La segunda oleada liberalizadora fue iniciada por la Unión Europea en 1992 y su ámbito de aplicación se circunscribía inicialmente al conjunto del territorio comunitario. Sin embargo, ha terminado difundiéndose por los países Mediterráneos no integrados en la UE, pues una de las estrategias de la Política Europea de Vecindad ha sido promover la liberalización del transporte aéreo más allá de las fronteras comunitarias. Así, la European Common Aviation Area (ECAA) permitió incorporar en 2006 al mercado único de transporte aéreo comunitario a Bosnia-Herzegovina, Serbia, Montenegro, Kosovo, Macedonia y Albania. Paralelamente, los Euro-Mediterranean Aviation Agreements (EMAA) han extendido ese mercado único a Marruecos (2006), Jordania (2012) e Israel (2013), estando pendiente de ratificación el acuerdo con Túnez (2017), mientras continúan las negociaciones con Argelia y Turquía, si bien este último país ya llegó en 2010 a un acuerdo de liberalización parcial con la UE. En suma, la práctica totalidad de la cuenca Mediterránea constituye en la actualidad un mercado único de transporte aéreo en el que ya no es necesario recurrir a las operaciones chárter ni al paquete turístico para asegurar la conectividad aérea de determinados destinos.
Imagen de Calafellvalo bajo licencia creative commons.
Uno de los principales efectos de esta liberalización ha sido el crecimiento de la demanda, motivado en parte por el abaratamiento de las tarifas en los vuelos regulares. Esta dinámica, ya observada en el conjunto de la Unión Europea, se ha confirmado a medida que la liberalización se ha extendido a países terceros ribereños del Mediterráneo, en los que la irrupción de las compañías de bajo coste también ha sido una de las consecuencias más palpables de dicho proceso. De hecho, entre 1985 y 2012, el modo aéreo ha incrementado notablemente su participación en las llegadas de turistas internacionales a los países de la cuenca mediterránea, pasando del 21% en la primera fecha (TEC/Plan Bleu, 2010) al 55% en la segunda.
Marruecos, Jordania (Casey, 2018) e Israel (Casey, 2017) son claros ejemplo de este impulso de la demanda asociado a la liberalización, incluyendo la entrada en escena de las compañías low cost. Sin embargo, ese crecimiento del tráfico aéreo puede tener efectos más limitados en lo que respecta la llegada de turistas procedentes de la UE. La investigación de Dobruszkes y Mondou (2013) muestra como en el caso de Marruecos la amplia comunidad marroquí que vive en Europa sería igual de relevante que los turistas europeos a la hora de explicar el crecimiento de la demanda aérea observado. Los marroquíes habrían aprovechado la reducción de tarifas y el incremento de las rutas y frecuencias, tanto para hacer un mayor uso del avión frente a otros modos en los desplazamientos a su país de origen, como para viajar de forma más frecuente al mismo.
Más allá de la motivación última de los viajes en avión inducidos por la liberalización, este crecimiento de la demanda ha traído como consecuencia nuevas expectativas sobre el aumento de la capacidad de las infraestructuras aeroportuarias, consolidando la dinámica de retroalimentación de ambos procesos en un bucle que no parece tener fin. Por ejemplo, en Grecia, la empresa alemana Fraport, concesionaria por un periodo de cuarenta años de catorce aeropuertos regionales, doce de ellos ubicados en islas turísticas, ha anunciado la ampliación de la capacidad de todas las terminales que explota (Fraport Greece, 2017). Así pretende acomodar el crecimiento del tráfico esperado en los próximos años, que en los dos últimos ejercicios se ha situado en el entorno del 9%.
Esta dinámica de crecimiento explosivo también alimenta los proyectos de nuevos aeropuertos, aunque dada la elevada dotación que presenta la cuenca, las posibilidades de materialización efectiva de los mismos son limitadas. Los que tienen mayores posibilidades de concreción son aquellos que responden una estrategia de apertura al turismo internacional de los últimos tramos de costa mediterránea, como el nuevo aeropuerto de Vlora en Albania (Prifti y Zenelaj, 2013). Sin embargo, recientemente en algunos destinos consolidados también se han abierto al tráfico civil nuevos aeropuertos, como el Internacional de la Región Murcia y el Internacional Ramon en las proximidades del Mar Rojo en Israel, inaugurados en enero de 2019. Los espacios turísticos a los que ambos prestan servicio ya eran accesibles por vía aérea a través de bases militares abiertas al tráfico civil, lo que ha propiciado un debate social y político sobre la necesidad de estas infraestructuras [1]. Discusiones similares también se observan en Túnez, donde la propuesta de un nuevo aeropuerto en Bizerte (L'Economiste Maghrébin, 2017) resulta sorprendente dada la notable capacidad disponible en aeropuertos cercanos como Enfidha (Weigert, 2012),
Por otro lado, la extensión de la liberalización al conjunto de la cuenca Mediterránea ha ido acompañada de una creciente relevancia de los incentivos económicos otorgados por los destinos turísticos y los aeropuertos a las compañías aéreas, especialmente las de bajo coste. Este fenómeno ya se había observado en el ámbito comunitario, aunque circunscrito en gran medida a aeropuertos medianos y pequeños que intentaban mejorar su conectividad cubriendo parte de los riesgos económicos que implica para una aerolínea la apertura de una nueva ruta. Los aeropuertos de destinos turísticos de costa habían permanecido en gran medida al margen de estos incentivos, como puede comprobarse en el caso de España (Ramos-Pérez, 2016). Sin embargo, durante la última década, en un contexto de intensificación de la competencia entre destinos, han comenzado a hacer uso de ellos siguiendo el ejemplo pionero de Faro, en el Algarve portugués (Brito, 2016). El objetivo fundamental es atraer compañías de bajo coste que puedan ofrecer una alternativa económica a aquellos turistas que quieren prescindir del paquete turístico y optar por el viaje individual. Los distintos programas existentes, ya sean reducciones en las tarifas aeroportuarias por la apertura de nuevas conexiones o programas de desarrollo de rutas impulsados por parte de las autoridades turística, configuran un nuevo ámbito de competencia entre destinos, hábilmente utilizado por las aerolíneas para exigir montos crecientes de incentivos. En la práctica se observan diferentes materializaciones, desde el caso de Canarias, donde se combinan ambas fórmulas, amparadas por AENA, el gestor aeroportuario y la Consejería de Turismo del Gobierno regional (Ramos-Pérez, 2018); hasta el de Israel, donde el Ministerio de Turismo ofrece a las aerolíneas 60€ por cada pasajero llegado en un vuelo directo a los aeropuertos próximos al Mar Rojo (Israel Ministry of Tourism, 2018).
Aeropuerto de El Prat. Imagen de Pablo bajo licencia creative commons.
Finalmente, teniendo en cuenta la notable dependencia del transporte aéreo que presenta el turismo en la cuenca mediterránea, el cumplimiento del Acuerdo de París para la reducción de los gases de efecto invernadero requeriría, como mínimo, que una parte significativa de esa demanda fuese derivada hacia otros modos más sostenibles, como el ferrocarril. El problema afecta en mayor medida a los países de la ribera Norte del Mediterráneo, al concentrar el 80% de los turistas que llegan en avión al conjunto de la región, lo que, según las estimaciones disponibles, les haría responsables del 75% de las emisiones de gases (TEC/Plan Bleu, 2010). Teniendo en cuenta que la mayoría de los turistas que recibe la cuenca Mediterránea por vía aérea provienen de países europeos, las posibilidades de sustitución modal son notablemente mayores en la orilla Norte, dada la continuidad territorial existente, las mayores facilidades de acceso ferroviario y la menor distancia media que implican los desplazamientos origen-destino: 2.080 km frente a los 2.500 de la costa meridional (íbidem). Evidentemente, ello implicaría recuperar antiguas prácticas turísticas, como los trenes chárter, que el turoperador sueco Fritidsresor, integrado en TUI, volvió a experimentar comercialmente durante un corto periodo (Dickinson y Lumsdon, 2010), ofreciendo entre 2007 y 2012 paquetes turísticos que implicaban un viaje de más de veinte horas entre Malmö y el Norte de Italia. En la orilla Sur, estas posibilidades de sustitución modal son más complejas, pero la posibilidad de combinar viajes de ferrocarril y barco, dada la amplia oferta regular de ferris de pasajeros existente en el Mediterráneo (Harbours Review, 2016), o la sustitución de los actuales aviones a reacción por turbohélices ampliamente utilizados en la aviación regional, cuyo consumo de combustible por pasajero llega a ser 1,7 veces inferior (TEC/Plan Bleu, 2010), son opciones factibles de implementar, que únicamente dependen de cambios efectivos en las estructuras institucionales de la sociedad (Dickinson y Lumsdon, 2010).
Cruceros y turismo naútico en el Mediterráneo
Hace más de dos décadas que distintos estudios vienen alertando sobre la elevada contaminación que afecta al Mar Mediterráneo (EEA, 1999). El turismo se encuentra entre los factores habitualmente identificados por su notable contribución a la pérdida de calidad ambiental del mismo, tal y como la Agencia Europea del Medio Ambiente ha vuelto a recalcar recientemente (EEA, 2014). Sin embargo, la actividad desarrollada por los cruceros y las embarcaciones de recreo, cuyo crecimiento ha sido constante desde inicios del presente siglo, ha recibido poca atención hasta fechas recientes. Y ello a pesar de que existen indicios preocupantes sobre la intensidad de sus impactos, especialmente en lo que respecta a la generación de residuos y las emisiones contaminantes en los puertos (Carić y Mackelworth, 2014), sin olvidar los derivados de la ampliación de las infraestructuras portuarias para acomodar el creciente tráfico.
Aunque los 391 barcos de crucero registrados en 2017 constituyen únicamente el 0,7% de la flota mercante mundial [2], generaron un tráfico próximo a los 27 millones de pasajeros (CLIA, 2018), confirmando la tendencia de crecimiento continúo observada desde el año 1990, cuando se registraron menos de 5 millones de cruceristas (MedCruise, 2018). Su difusión espacial más allá del Caribe explica en parte esta evolución, pues, aunque continúa siendo el mercado dominante, concentrando en 2017 más del 35% de la oferta expresada en camas-día, la cuota de la cuenca Mediterránea, incluyendo los archipiélagos ibéricos atlánticos y el Mar Negro, se aproximaba ese mismo año al 16% (CLIA, 2018).
Los cruceristas embarcados en 2017 en alguno de los 33 puertos base del Mediterráneo integrados en la organización MedCruise [3] superaron los 3,7 millones, lo que teniendo en cuenta los diferentes tránsitos que tienen lugar durante el recorrido, así como el desembarque final, dio lugar a cerca de 26 millones de visitas registradas en los más de 100 puertos que conforman dicha asociación [4]. Estas cifras se sitúan por debajo del máximo histórico de 4 millones de cruceristas alcanzados en 2011 y de los 27,8 millones de visitas contabilizadas en 2013 (MedCruise, 2018). El análisis de la serie estadística disponible desde el año 2000 permite identificar a partir del año 2011 un claro estancamiento de la demanda que contrasta con la tendencia expansiva a escala mundial. El aumento del número de turistas europeos que se decanta por otras regiones más lejanas para sus viajes en crucero y los efectos de la crisis económica y financiera en un potente mercado emisor como el español, que redujo su tamaño en 224.000 cruceristas entre 2011 y 2016, son algunas de las causas que explican esta situación (CLIA, 2014 y 2016).
El Mediterráneo Occidental, incluidos los archipiélagos ibéricos y la fachada atlántica portuguesa, concentraba en 2017 el 76% de las visitas de cruceristas, seguido a notable distancia del Mar Adriático (17,2%) y del Mediterráneo Oriental (6,7%). En el Mar Negro, el tráfico de cruceros se ha reducido de forma continua desde el año 2013, pasando de una cuota de mercado del 7% a apenas el 0,02% en 2017 como consecuencia de la tensión política y militar generada por el conflicto entre Rusia y Ucrania. Dada su menor superficie, el Mar Adriático es el que presenta en términos relativos una mayor densidad de la actividad crucerística (Marušić et al., 2012). Su imagen turística consolidada, su rica diversidad de recursos naturales y culturales (Carić y Mackelworth, 2014), la presencia de dos puertos base muy potentes, como Venecia y Dubrovnik, así como la proximidad entre la costa Dálmata, el Sur de Italia y el Norte de Grecia, incluyendo la isla de Corfú, incrementan el interés de las compañías de cruceros por esta zona, puesto que las cortas distancias que separan esta multitud de recursos abaratan la programación de sus itinerarios (Stefanidaki y Lekakou, 2012).
En lo que respecta a la estacionalidad, destaca la elevada concentración de los cruceros entre los meses de mayo y octubre. El 73% de las visitas de cruceristas a los puertos de la cuenca tuvieron lugar durante esos seis meses, coincidiendo con la época alta del turismo que se dirige masivamente hacia las playas del Mediterráneo. Ello propicia una mayor presión sobre algunos destinos en los que los indicios de saturación turística son más que evidentes.
Puerto de Tira. Imagen de Nimeacuerdo bajo licencia creative commons.
Como hemos apuntado, de los más de 100 puertos que reciben cruceros en la cuenca Mediterránea, únicamente 33 son puertos base. Dado que los puertos base son los únicos por los que embarcan y desembarcan los cruceristas, esta distinción es sumamente relevante. Aunque los conflictos derivados de la congestión del espacio urbano que se experimenta en estos puertos base están cada vez más presentes (Vianello, 2016) y los impactos ambientales que genera su presencia son cada vez más conocidos (Giulietti et al., 2018), no conviene olvidar que en estos puertos base el gasto de los cruceristas es mayor que en los puertos de escala y su posible repercusión sobre la economía local también es superior. Por el contrario, en los puertos de escala, que son aquellos que concentran el grueso de las visitas, el gasto turístico es más reducido y la mayor parte de las visitas fuera de la embarcación están organizadas por las compañías de cruceros, a la que revierte la mayor parte de dicho gasto (Bourse, 2012).
Si en el caso de los puertos base existen dudas sobre la posibilidad de que el gasto efectuado por los cruceristas llegue a compensar las notables inversiones que en ocasiones requiere convertirse en un centro de operaciones, en los puertos de escala el retorno económico de la inversión es aún más difícil de alcanzar, como ya han puesto de manifiesto para el Caribe algunos estudios (Chase y McKee, 2003). La tendencia a la utilización de barcos de mayor capacidad que se observa en el sector no hace sino incrementar las dudas al respecto, pues termina obligando a los destinos a costosas intervenciones en los puertos, relacionadas con dragado, la extensión de los muelles o la ampliación de las estaciones marítimas, si quieren mantener las escalas de los cruceros. Además, en los destinos con puertos base, existe una notable preocupación respecto a la conectividad aérea de los aeropuertos que facilitan la llegada de los cruceristas, lo que propicia la existencia de incentivos económicos destinados a las aerolíneas para facilitar la captación de nuevas rutas que mantengan su atractivo frente a otros puertos competidores.
En lo que respecta al turismo náutico, existen pocos estudios que aborden detalladamente la realidad del sector, si bien la Unión Europea ha mostrado un cierto interés al respecto asociado a las oportunidades que su auge ofrece para la industria europea (ECSIP, 2015), muy afectada por la deslocalización de buena parte de su actividad naval. Aunque Estados Unidos concentraba en 2017 el 48% de la flota mundial de embarcaciones de recreo, compuesta por 33 millones de barcos, su cuota de mercado tiende a reducirse frente al auge que se observa en otras regiones, como la cuenca Mediterránea. Los países europeos ribereños y Turquía ya albergaban ese mismo año más del 5% de la flota mundial.
En lo que si destaca la Unión Europea es el número de infraestructuras especialmente diseñadas para acoger esas embarcaciones, ya sean marinas o puertos deportivos. En 2017 existían un mínimo de 10.000 instalaciones de ese tipo, el 40% de las identificadas a escala mundial. La mayoría de las mismas no se encuentran en el Mediterráneo, sino el Báltico y en el Mar del Norte (ICOMIA, 2017), lo que es lógico si consideramos que Suecia, Finlandia, Noruega y los Países Bajos presentan los valores más elevados de embarcaciones de recreo per cápita en la Unión Europea. En el sur de Europa se contabilizaban cerca de 1.500 marinas y puertos deportivos en 2017, mientras en la costa del Norte de África y Oriente Medio, un inventario del año 2010 señalaba la presencia de 97 marinas (Cappato, 2011).
Aunque estos números puedan parecer reducidos dada la amplia extensión del litoral mediterráneo, conviene señalar la notable concentración de estas instalaciones en el Mediterráneo Occidental, y de forma particular en el Golfo de León, donde llegan a superarse los 120 amarres por kilómetro de costa (Giulietti et al., 2018). Además, aunque la presión en el Adriático y el Mediterráneo Oriental es en la actualidad menor, el número de marinas ha crecido de forma acelerada durante la última década, como demuestra el caso de Croacia (íbidem).
Por otro lado, aunque la reducida dimensión de estas infraestructuras pudiese hacer pensar en impactos ambientales de menor envergadura que aquellos de los puertos comerciales, ya se ha demostrado su capacidad para modificar la dinámica litoral generando notables cambios en la morfología costera. Si a ello añadimos que el mantenimiento de las embarcaciones de recreo, especialmente el segmento de los grandes yates en rápido crecimiento (Cappato, 2011), puede tener graves impactos en la calidad del agua y de los ecosistemas por el tipo de productos utilizados (Giulietti et al., 2018), parece evidente que su difusión añadirá nuevas presiones a una cuenca especialmente afectada por todo tipo de tráficos marítimos.
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