08-06-2020
Slow tourism: ¿poco a poco, más cerca, de forma consciente?
Carla Izcara & Ernest Cañada | Alba SudEl debate sobre cómo debería ser el turismo post pandemia ha renovado el protagonismo de los turismos de proximidad. Entre estos, el slow tourism gana relevancia, e incluso ha sido reivindicado des del decrecimiento. Pero, ¿en qué consiste? ¿Qué debates se han producido a su alrededor?
Crédito Fotografía: Samuel Vigier, bajo licencia creative commons.
El debate sobre cómo se debería transformar el turismo post pandemia ha renovado el protagonismo de los turismos de proximidad. Entre estos resuenan con fuerza las aportaciones del slow tourism, que desde hace dos décadas intenta replantear las bases de la organización de la actividad turística. En una primera aproximación, podríamos afirmar que bajo este término se recomienda reducir el ritmo de consumo turístico, dedicar más tiempo a un destino e integrarse en él de forma más amigable (Clancy, 2017), algo así como un “elogio de la lentitud”, en palabras de Carl Honoré, aplicado al turismo. De hecho, ha sido reivindicado como práctica coherente con los postulados del decrecimiento turístico (Andriotis, 2018; Fletcher et al., 2019). Sin embargo, al mismo tiempo hay dinámicas que intentan llevar este cambio en la forma de concebir el turismo hacia un producto de consumo más, en un mercado ávido de poder proponer novedades continuamente cada vez más segmentadas y particularizadas. De hecho, la tensión en torno a la tentación elitista de esta propuesta ha estado presente durante toda su historia. A pesar de las contradicciones a las que se ve sometido, el slow tourism ha convertido en una pieza central en cualquier debate sobre cómo reorganizar un turismo que priorice la proximidad. Y precisamente por eso es esencial entender de qué estamos hablando y qué podemos esperar de propuestas formuladas bajo este paraguas.
Orígenes de los movimientos "slow"
El slow tourism tiene su origen a principios de la década de los 2000 como parte del movimiento slow. La idea de necesidad de desaceleración, ante las dinámicas de producción y consumo capitalista, cristaliza en Italia como forma de acción social en 1986, impulsada por Carlo Petrini, frente al incremento del fast food, que simbolizaba un crecimiento masivo y agresivo (hard growth), el estrés y la falta poder sobre nuestras vidas (Timms y Conway, 2012). El slow food, que hacía suya la reivindicación de una cultura gastronómica local, contraponía una visión ética de la producción y el consumo (Valls, et. al., 2019) y se entendió como una propuesta de crecimiento organizado, pausado y sostenible (soft growth) (Timms y Conway, 2012), ante formas superficiales o banales de consumo en forma de comida rápida o de visitas programadas hechas a toda prisa.
El movimiento slow pretendía cambiar la forma de consumir bienes y servicios (Calzati y De Salvo, 2018), dejando de lado el modelo de vida de la sociedad industrial, caracterizado por la rapidez y la insostenibilidad (Timms y Conway, 2012), y apuesta por un consumo y una producción más sostenibles, de base local y con conciencia medioambiental (Chung et al., 2018). Esta filosofía se caracteriza, según Calzati y De Salvo (2018), por tres elementos principales: más tiempo, menos estrés y un mayor equilibrio en nuestro día a día.
¿Qué es el slow tourism?
El slow tourism, como todo concepto que intenta poner nombre a una práctica social plural, ha estado sometido a numerosas discusiones y ha evolucionado a lo largo del tiempo. Actualmente se considera que no existe una definición compartida con suficiente consenso (Serdane et al., 2020). En un primer momento, se entendió como una práctica turística más respetuosa con el medio ambiente y se incidía en la importancia de utilizar medios de transporte menos contaminantes como la bicicleta o hacer rutas a pie, y se resaltaba la relevancia del trayecto y lo que este puede aportar a la experiencia del viaje en su conjunto (Wilson y Hannam, 2017). Daba forma así a un compromiso ecológico que articulaba un turismo relocalizado en la proximidad.
Fuente: Agência Brasília, bajo licencia creative commons.
Posteriormente, fueron tomando fuerza tres elementos claves que caracterizan este movimiento: la reducción de la huella de carbono, el aumento del bienestar y la conexión con el territorio. Así se detecta una interpretación generalizada que describe el slow tourism como una actitud al viajar, que considera que no se puede clasificar como una tipología de turismo o una clase de turista (Oh et al., 2014; Özemir y Çelebi, 2018; Serdane et al., 2020). Se introduce también la idea de la necesidad de valorar más la calidad en lugar de la cantidad, oponiéndose de este modo a que el desarrollo de un destino se mida únicamente por la llegada de turistas (Timms y Conway, 2012), lo que rompe con lo que se ha considerado hasta ahora como "éxito turístico". Por lo tanto, a priori, el slow tourism intentaría evitar los impactos negativos del turismo de masas (Timms y Conway, 2012; Donaldson, 2017; Özemir y Çelebi, 2018) y se articularía como una propuesta ética en el contexto de las prácticas turísticas (Calzati y De Salvo, 2018; Valls et al., 2019; Serdane et al., 2020). Esta nueva forma de viajar se alza también de manera privilegiada como una oportunidad para conectar con la naturaleza y los paisajes rurales (Varley y Sample, 2015) y para revalorizar el patrimonio cultural construido sobre estos territorios (Moscarelli, 2019). Asimismo, en la medida en que ésta ha sido una práctica característica de las áreas rurales se propone como herramienta para revitalizar espacios rurales afectados por el éxodo y el abandono (Moscarelli, 2019).
Motivaciones para cambiar nuestra manera de viajar
La literatura científica ha descrito numerosas y diferentes motivaciones que han llevado a algunas personas a apostar por el slow tourism y, por tanto, por intentar viajar de una forma más pausada y sostenible. En primer lugar, se destaca la voluntad del turista por reducir su impacto medioambiental (Timms y Conway, 2012; Donaldson, 2017; Barr, 2018; Calzati y De Salvo, 2018; Özemir y Çelebi, 2018).
En segundo lugar, hay una fuerte orientación hacia actividades de turismo vivencial (Meng y Choi, 2016). Así, se argumenta, que los turistas que practican slow tourism pueden conocer el territorio visitado teniendo experiencias que son consideradas más auténticas, genuinas y significativas (Men y Choi, 2016; Donaldson, 2017; Calzati y De Salvo, 2018; Shang et al., 2019).
En tercer lugar, se valora que, bajo esta forma de entender el turismo, el consumidor deja de ser un elemento pasivo en la cadena y se convierte en un "co-creador" del valor social que se genera a partir de la experiencia turística (Calzati y De Salvo, 2018). De acuerdo con esta forma de entender la participación, se produce una mayor interacción con la población local (Özemir y Çelebi, 2018; Shang et al., 2019) y, en consecuencia, el turista experimenta un sentimiento de pertenencia o vinculación mayor hacia el territorio visitado (Shang et al., 2019; Valls et al., 2019).
En cuarto lugar, varios autores recalcan la búsqueda de bienestar como una de las principales motivaciones de esta forma de entender el turismo. Todos ellos coinciden en que al disminuir el ritmo del viaje los efectos positivos en la salud, en un sentido amplio, son mayores (Oh et al., 2014; Barr, 2018; Calzati y De Salvo, 2018). Así, el deseo por desacelerar y relajarse se considera también parte de las motivaciones principales para hacer slow tourism (Oh et al., 2014; Özemir y Çelebi, 2018; Shang et al., 2019). De forma relacionada, también se detecta que algunas personas optan por el slow tourism cuando quieren hacer un viaje que les ayude a hacer una introspección interna (Varley y Sample, 2015, Özemir y Çelebi, 2018).
Por último, también se ha identificado que los turistas que viajaban solos se veían motivados también por el interés en la novedad (Özemir y Çelebi, 2018).
Contradicciones y límites de la propuesta
A pesar de las buenas intenciones que se le presuponen, las prácticas asociadas al slow tourism acumulan también contradicciones que han generado un fuerte debate sobre sus implicaciones. Hay autores que han enfatizado algunas contradicciones entre la filosofía del movimiento y algunas de sus prácticas. Originalmente, el slow tourism no estaría tan condicionado por el tiempo como otras prácticas turísticas convencionales. Al contrario, se intentarían evitar horarios estrictos y valorar el tiempo en función de la experiencia del momento y de la posibilidad de disfrutarlo con tranquilidad. Sin embargo, algunas de las formas en las que ha sido comercializado incluirían elementos que precisamente se caracterizarían por su rapidez, como el transporte aéreo o Internet. Así se ha cuestionado hasta qué punto es compatible una mentalidad slow con prácticas fast (Serdane et al., 2020).
Otro elemento en debate destacado ha sido qué quedaría de la contribución al medio ambiente que pretendía favorecer inicialmente el slow tourism. De este modo, se ha puesto en duda la coherencia del uso del avión u otros medios de transporte de larga distancia para llegar a determinados destinos, aunque una vez allí se sigan principios identificados con el slow tourism (Donaldson, 2017; Serdane et al., 2020). ¿Se pueden seguir considerando slow tourism prácticas que implican desplazamientos a larga distancia por vías convencionales si, una vez en el destino, se adoptan principios y prácticas de la filosofía slow, tal como argumentan algunos autores (Meng y Choi, 2016)? ¿Cuál sería entonces la contribución de esta forma de hacer turismo en la reducción a la huella de carbono que inicialmente se pretendía?
Visita procesamiento del pimentón, San Carlos, Argentina. Fuente: Miquel Herrero | Archivo Alba Sud.
Por otra parte, la priorización de la proximidad también ha sido cuestionada desde diferentes perspectivas. Así, hay quien ha considerado que la eliminación de medios de transporte de larga distancia conllevaría elegir destinos más cercanos, accesibles en coche, autocaravana, bicicleta o incluso a pie. Esta orientación podría impactar negativamente de dos maneras diferentes: se considera que el slow tourism se convertiría en una alternativa limitada a las regiones más acomodadas del planeta, lo cual excluye a los destinos de difícil acceso o más lejanos (Donaldson, 2017) y, por otra parte, el hecho de viajar de forma local supondría un descenso en la demanda de alojamiento y, en consecuencia, un impacto en la economía local (Serdane et al., 2020). Sin embargo, estas críticas desprecian la capacidad de dinamización económica local de las propuestas de proximidad porque probablemente limitan la perspectiva a consumos de alto poder adquisitivo, lo que pone en evidencia la tentación elitista en la forma de concebir esta propuesta.
Precisamente, el otro gran elemento en controversia que se ha producido alrededor del slow tourism ha sido el riesgo de que quedara absorbido por dinámicas de consumo elitistas, dirigidas a sectores de población con mayor capacidad de consumo que buscarían productos y experiencias consideradas de más calidad y posibilidades de distinción. Así, hay quien alerta de que la fiebre por el movimiento slow puede jugar en contra de su misma filosofía original, convirtiendo lo que era una apuesta por un consumo más sostenible en un "producto mainstream" más. Autores como Meng y Choi (2017), Donaldson (2017) o Özemir y Çelebi (2018), mencionan que la etiqueta slow es fundamentalmente un reclamo comercial. En el libro de Ronnie Donaldson, Small Town Tourism in South Africa (2017), se ilustran diferentes casos donde la comunidad percibe el movimiento slow como una imposición. Así se considera que las estructuras organizacionales de estas "ciudades slow" no son gestionadas desde la base y la toma de decisiones recae en un grupo reducido de personas de clase media. En consecuencia, se crea una sensación de elitismo y se acentúa la división de opiniones, ya que diferentes miembros de la comunidad piensan que se limita el desarrollo de otras actividades en el territorio. Por otro lado, la lógica de una cierta exclusividad en la oferta promovida ha facilitado también su encarecimiento (Varley y Sample, 2015) lo que ha derivado en prácticas turísticas que, en algunos casos, se han considerado elitistas y excluyentes. De hecho, diferentes autores han detectado que la mayoría de personas que practican el slow tourism tienen estudios superiores o universitarios (Özemir y Çelebi, 2018; Shang et al., 2019). Inevitablemente, estas críticas abren el interrogante de si ya en sus orígenes la propuesta del slow tourism estuvo marcada por esta voluntad de generar una oferta dirigida a sectores de mayor poder adquisitivo que huían de un consumo más masificado. En cualquier caso, la tensión por este elitismo ha estado siempre presente.
Asimismo, la preferencia de viajar de esta manera y vivir experiencias únicas puede acabar derivando en una sobrecarga de determinados destinos que podría tener efectos indeseables, alejando a los mismos turistas "slow" (Meng y Choi (2016) y reproduciendo impactos similares al turismo de masas en forma de fricciones entre población local y turistas o falsas autenticidades (Serdane et al., 2020).
En definitiva, el slow tourism aporta elementos de gran valor que han ayudado a proponer formas de consumo turístico fuera de las dinámicas convencionales. Sin embargo, probablemente parte de sus límites tenga que ver con el hecho de ser propuestas pensadas únicamente desde la demanda, sin tomar en cuenta las formas en las que debe garantizarse su producción. Al mismo tiempo, en su desarrollo no se escapa de dinámicas de elitización del consumo turístico que pueden provocar efectos de exclusión. Su historia nos alerta sobre cómo prácticas tradicionales pueden ser reinterpretadas a la luz de valores de distinción de sectores de mayor poder económico y acabar perdiendo capacidad emancipatoria y de transformación social.
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