31-03-2022
Insularidad: los límites como punto de partida
Comparecencia de Margalida Ramis, responsable del área de Territorio y Recursos de la asociación ecologista GOB Mallorca el pasado 13 de enero ante la Ponencia de estudio sobre la insularidad y la situación periférica de las Ciudades de Ceuta y Melilla Comisión de Despoblación y Reto Demográfico del Senado español.
La insularidad o plurinsularidad no es solo un hecho físico, también es cultural e idiosincrático. Representa un condicionante fuerte que establece claramente - aunque se pretenda ignorar - el concepto de límites. En relación a estos límites es donde pondremos el foco en esta intervención; en la necesaria asunción de los límites inherentes a la condición insular y que se han pretendido y se siguen pretendiendo ignorar.
Límites geográficos, pero también límites, por ejemplo, en la disponibilidad de los recursos sobre los que se sostienen - aunque no se visibilice - las lógicas del modelo económico que rigen nuestras vidas en el Norte Global, y que en nuestro contexto insular, se traducen específicamente en un modelo y crecimiento económico basado en la especialización turística de la sociedad y del territorio, y la actividad especulativo-inmobiliaria como complemento indispensable al desarrollo de esta especialización.
Desde esta óptica, la del crecimiento (o enriquecimiento) económico, la insularidad aparece como un factor limitante a resolver, un agravio comparativo en relación al territorio peninsular, que genera desequilibrios y desigualdades relativas a los sobrecostes derivados. Son muchos los estudios y análisis relativos a los sobrecostes y condicionantes económicos de los territorios insulares y extra peninsulares. El último del que tenemos referencia en Baleares, el informe "Los costes de la insularidad de las Islas Baleares: evaluación de políticas actuales y propuestas de futuro" elaborado en 2016 por la Universitat de les Illes Balears, determina que las principales consecuencias derivadas del hecho insular son: una mayor carestía de la vida y productos energéticos; mayores costes de producción y de inversiones; menor aprovechamiento de las economías de escala; menor competitividad en los mercados; alta dependencia de puertos y aeropuertos; y gran vulnerabilidad ante los shocks externos (crisis climática, crisis económicas o financieras, crisis de los mercados turísticos, etc.). Es decir, en términos generales e históricamente, la insularidad ha sido leída casi exclusivamente en base a la desventaja económico-productivista, competitividad e inversión privada.
Queda en segundo plano, el menor acceso, en condiciones de igualdad (en relación a los habitantes de la península) a la sanidad pública y a la educación (especialmente educación superior) que debería ser, a nuestro entender, el primer reto a abordar: el impacto social de la insularidad (al que podríamos añadir acceso a la vivienda, transporte público, residencias, atención a la dependencia, etc.).
Además, todo ello sin valorar que junto con la insularidad intersecciona la especialización turística del territorio, que deslocaliza la producción de los bienes esenciales, e importa mayoritariamente los recursos y energía necesarios para proveer el territorio. A su vez, se dedica a generar riqueza a partir de un flujo siempre creciente de personas que deciden pasar en las islas sus vacaciones, duplicando en determinados momentos la población y exigiendo recursos e infraestructuras que puedan dar respuesta a esta creciente y exigente demanda. Por tanto, todo ello nos convierte en una sociedad excesivamente dependiente del transporte de mercancías y personas, en un mundo de hipermovilidad globalizada, que es, en gran parte, el responsable del contexto de crisis climática global y la escasez de materias primas y energía que afrontamos y de la que veremos las consecuencias en las próximas décadas. Esto sería el impacto ambiental de la insularidad totalmente ignorado y que se complementa con otros aspectos consecuencia de esta especialización económica del territorio insular que iremos mencionando.
Pero como decimos, el hecho insular se ha abordado hasta ahora como un inconveniente a combatir desde la perspectiva del crecimiento económico entendido como infinito, aunque se provee de un mundo finito para ello, más evidente - si cabe aún - en territorios rodeados de mar. Y se ha abordado, con dos tipos de políticas:
1. Políticas compensatorias: reivindicaciones por parte de las instituciones públicas en Baleares dirigidas a exigir al Estado una compensación. Por ejemplo, a través del Régimen Especial de Baleares (REB) de medidas económicas y beneficios fiscales se pretende, por una parte, asegurar inversiones estatales de los presupuestos generales del estado. Unas inversiones enfocadas a establecer un equilibrio económico entre las diversas partes del territorio nacional cubriendo los sobrecostes, por ejemplo, relativos al transporte, la energía, el acceso a la salud o a la educación. Es decir, en este caso son medidas económicas que tienden a uniformizar las condiciones de acceso a bienes y recursos (algo necesario) en los territorios insulares. Por otra parte, el REB establece medidas enfocadas a incentivar las inversiones de capital privado en el territorio insular y/o favorecer la competitividad en los mercados internacionales. Esto último implica que para abordar la insularidad se pretenda garantizar el sustento de una economía que no atienda a los límites de disponibilidad de recursos implícitos a los límites de la insularidad, uniformizando el modelo de crecimiento independientemente de la realidad territorial que lo sustenta, en aras a un "equilibrio económico", y se evite la necesaria adaptación de la economía a la realidad propia y física del territorio insular.
2. Políticas de adaptación por vía de la especialización turística que intentan superar los límites evidentes. En algún momento se entendió que la especialización turística era la manera en que los territorios insulares se adaptan al desarrollo económico imperante y minimizan así el desequilibrio que implica la fragmentación territorial. Es decir, vía la especialización territorial las islas aportan un espacio donde generar riqueza para el conjunto del estado a cambio del suministro externo -dependencia- y la deslocalización de las actividades productivas esenciales -con las nefastas implicaciones sociales y ecológicas que esconde-. Así se programa el territorio para proveer de riqueza al conjunto del estado - bajo la llamada solidaridad territorial - y se le obliga a sostener un modelo económico que supera en creces sus posibilidades en relación a la disponibilidad de recursos; con infraestructuras sobredimensionadas y no adaptadas al contexto insular que generan conflictos territoriales y sin atender a la vulnerabilidad y fragilidad propia del ecosistema territorial pluriinsular, ni a las desigualdades sociales que genera. Así como no se toma en cuenta la precarización de la vida de la mayoría de la clase trabajadora en una sociedad de servicios. En definitiva, se ignoran los desequilibrios en términos de metabolismo socioeconómico que genera y no se asumen sus consecuencias a corto, medio y largo plazo. De hecho, se aceptan como "daños colaterales" a los que hay que añadir los sobrecostes en inversiones de dinero público que supone y supondrá (acuérdense de la tormenta Gloria). En este sentido, el dualismo competencial de muchos de los sectores, infraestructuras y gestión, que afectan a la realidad ambiental, social y económica en el territorio insular es, sin duda, uno de los factores de distorsión al implementar medidas políticas y económicas que puedan tender a asumir la propia realidad de los territorios insulares, que pasa por hacerse cargo de los límites, la vulnerabilidad, la excesiva dependencia exterior (materiales, energía, economía) y falta de autonomía.
Esto se hace evidente, por una parte, al analizar las políticas sectoriales relativas a recursos e infraestructuras (tanto de competencias autonómicas, como estatales) que siempre se han planteado con una premisa clara: que la disponibilidad de recursos y las limitaciones territoriales propias del contexto insular no sean una limitación al crecimiento de la economía de mercado, y en nuestro caso concreto, al crecimiento turístico. Así lo hemos visto, por ejemplo, en las políticas energéticas, las cuales se han centrado en sobredimensionar las infraestructuras para sostener el incremento estacional de población, conectarse con cable y gasoducto a la península para garantizar el suministro energético de una demanda siempre creciente, o el actual conflicto derivado de las grandes extensiones fotovoltaicas en terrenos que deberían destinarse a ser terrenos productivos. Otro ejemplo son las políticas de recursos hídricos con la instalación, en su momento, de desalinizadoras con el consecuente consumo energético cuando ya habíamos llegado a una situación insostenible de sobreexplotación, salinización y contaminación de los acuíferos y con el reto que supone la disponibilidad de agua en un contexto de crisis climática; la gestión de residuos que implicó una gran inversión –negocio- por parte del capital privado, vía concesión pública blindada hasta 2040, para la construcción y ampliación de la incineradora sobredimensionada de Son Reus, cuya gestión privada ha condicionado durante décadas y hasta ahora, las políticas de prevención, reducción y reciclaje de residuos en Mallorca con una de las tasas más altas de coste de la incineración de todo el Estado. En esta misma línea señalar las planificaciones de grandes infraestructuras de transporte, desde autopistas y autovías en islas de reducidas dimensiones, o la construcción y ampliación de puertos deportivos para el negocio turístico, hasta la primera autopista al aeropuerto pagada por el Banco Mundial o inversiones en puertos y aeropuertos que siguen planteándose ampliar a día de hoy para incrementar el negocio turístico y el flujo de pasajeros ya sea por aire o por vía marítima en forma de cruceros . Todas estas políticas sectoriales y planificaciones de infraestructuras se han hecho queriendo ignorar y/o superar la condición de insularidad. En muchos casos esto ha supuesto una imposición derivada de políticas de alcance y competencia estatal que no atienden la singularidad del territorio insular.
En este aspecto cabe también mencionar la preocupación que nos genera constatar el plano secundario que juegan las políticas que, a nuestro entender, deberían ser esenciales y estratégicas en el marco de una economía plural y resiliente; especialmente en un contexto insular y ante los grandes retos que representan el cambio climático y la ya evidente escasez de recursos energéticos y materias primas a escala global. Nos referimos a las políticas relativas al sector primario (la agricultura, la ganadería, la pesca y la silvicultura) regidas en algunos casos por contextos normativos que no atienden la singularidades ni peculiaridades de los territorios insulares; y en otros casos, por políticas que entienden el territorio como un bien a explotar y no a conservar por la economía turística, que vende como valor añadido el paisaje y el mar. Y nos referimos también a las políticas relativas a la delimitación y gestión de los espacios naturales protegidos o las referentes a la conservación de la biodiversidad que aparecen siempre en un segundo o tercer plano cuando son las verdaderamente esenciales para garantizar el futuro de la vida. En estos ámbitos, tan esenciales como olvidados, indispensables para garantizar el sostenimiento de la vida en el contexto inmediato de cambio sistémico que tenemos que afrontar, hay urgencias que abordar para parar de forma inmediata la degradación de recursos tan esenciales como la fertilidad de la tierra, la disponibilidad de agua o la biodiversidad, e impulsar una regeneración que permita restablecer los equilibrios arrasados por la economía turística.
En términos de biodiversidad y por poner un ejemplo de política urgente y totalmente olvidada en las prioridades esenciales vinculadas a la realidad insular, es la amenaza que supone la aparición de especies invasoras, y déjenme aquí abrir un paréntesis para explicar la situación: Nuestra condición de islas dificulta la llegada natural de nuevas especies a las Baleares, puesto que muchas no pueden superar la travesía marítima. Por otro lado, la llegada de flora y fauna de la mano del hombre, en general, tiene lugar por pocas puertas y muy identificadas: puertos y aeropuertos. El comercio y los viajes son prácticamente las únicas vías de entrada en regiones insulares.
Aun así, en lo que va de siglo XXI, han progresado en las Islas las invasiones de un número importante de especies sin que se hayan podido controlar adecuadamente, y algunas incluso han destacado por su impacto político, económico y mediático, como es el caso de Xylella fastidiosa. Otras, en cambio, como en el caso de los ofidios invasores de las Pitiusas, amenazan con extinguir próximamente taxones únicos de lagartija sin que por ahora- lamentablemente- se perciba una intervención suficiente por parte de las administraciones para evitarlo. Para abordar de manera urgente esta realidad que amenaza gravemente la biodiversidad balear se requiere una sólida estrategia de bioseguridad, coordinada entre las administraciones estatal, autonómica e insular, y que disponga de la base legal, los protocolos de intervención y los recursos humanos, materiales e infraestructuras suficientes para desarrollarla. La insularidad en este caso juega a favor de establecer medidas efectivas, solo hace falta que se asuma como prioridad.
En resumen, como ya hemos mencionado y en relación a la singularidad insular, se ha querido entender que la especialización turística de los territorios insulares era un adaptación para minimizar el desequilibrio que implicaba la fragmentación territorial, pero todo ello ha sido a costa de sobreconsumir unos recursos limitados (en muchos casos inexistentes) en el propio territorio, en base a deslocalizar la producción de aquellos bienes y servicios que sostienen la vida, importar materias primas, recursos y energía, y exportar paraísos ficticios, aumentado así la dependencia y la vulnerabilidad y favoreciendo una menor resiliencia de una sociedad de servicios prácticamente a merced de un solo sector económico: tríada turismo, construcción y especulación financiera. Esto conlleva una sobreexplotación y degradación de los recursos naturales, la destrucción del territorio, empleo de baja calidad, con menor formación y capital humano y bajos salarios, el aumento de la población sin programas de acompañamiento para garantizar el acceso universal a los derechos básicos esenciales como vivienda, sanidad o educación, etc. En conclusión, nos dirigimos hacia un aumento generalizado de la pobreza, riesgo de exclusión y precariedad de todas las dimensiones de la vida. Una situación de alto riesgo social, económico y ecológico que se convierte en el punto de partida para afrontar la necesaria y urgente transición ecosocial del modelo económico en un contexto insular en tiempos de crisis que se irán sucediendo y solapando entre sí, como la actual crisis sanitaria del COVID-19 y la consecuente crisis económica, la crisis climática con sus episodios de devastación, crisis migratorias, crisis de los cuidados, crisis financieras, crisis de mercados, etc.
Por ello, desde el punto de vista del ecologismo social y político, abogamos por una nueva mirada del concepto de insularidad como una palanca para impulsar políticas urgentes de transición ecosocial de las economías y las sociedades insulares. Se hace imprescindible una revisión y relectura del hecho insular y de las prioridades con las que cabe atajar esta realidad, atendiendo la situación de vulnerabilidad actual de los territorios insulares, pero viendo también las oportunidades que representa tener un territorio al alcance lleno de posibilidades para materializar un cambio de modelo económico dirigido a satisfacer equitativamente las necesidades económicas, sociales y culturales de la sociedad, a proporcionar salud, renta, cuidados, vivienda, suministro energético y protección social de forma universal; garantizar bienes y servicios necesarios para la dignidad de la vida humana. Un cambio que ponga en el centro un sistema público que asegure universalmente los bienes y servicios necesarios para las personas, junto con un sector industrial de manufactura relocalizado y vinculado a la gestión del mosaico territorial que configura la realidad insular; un sector comercial y logístico con infraestructuras mancomunadas y enfocadas mayoritariamente al abastecimiento interno, un sector agroalimentario reorientado a ciclos cortos, producción agroecológica y soberanía alimentaria; un sector servicios redimensionado hacia un desarrollo local endógeno; y un sector de la construcción reorientado a repensar la agenda urbanística, la ordenación del territorio y la deconstrucción litoral, para hacer frente a la emergencia climática y residencial.
Se trata de un proceso de adaptación sin precedentes a los factores cambiantes de las reglas del juego conocidas -que van a cambiar si o si. Todo está por hacer, y lo conocido no hace más que empeorar la situación. Cabe una forma de actuar consecuente con los límites del territorio que sostiene la vida, construyendo las bases de una economía para la vida.
Por todo ello proponemos, un Plan de arranque que implique:
- Compromiso institucional con la transformación profunda de la actual concepción y abordaje de la cuestión insular. La insularidad debe entenderse como principio para definir la reinvención de la propia realidad ecológica, social y económica de los territorios insulares. Tiene que ser en este orden porque es a partir de los recursos disponibles y de la garantía de un medio ambiente sano que podremos generar nuevas formas de organización social que impliquen una economía para la vida. Insularidad como sinónimo de autonomía, autosuficiencia y adaptación. En este sentido, cabe la necesidad de redefinir el ámbito competencial para la gestión insular de las grandes infraestructuras y los recursos que condicionan la autonomía y gestión propia de un cambio de modelo económico en el territorio y desde el territorio. Este cambio debe apostar por la limitación, decrecimiento y relocalización productiva y aplicar a su favor la condición de insularidad para una adaptación que posibilite la continuidad de la vida en condiciones de dignidad.
- Debate social que comience a politizar la realidad de los territorios insulares, y especialmente, los enfocados en la especialización turística como el caso de Baleares. Se trataría de abordar un debate que, desde una mirada de largo alcance temporal, pueda sembrar la semilla del cambio económico y social en el corto plazo, relativo a las cuestiones que hemos intentado esbozar del reto insular en el contexto de transición ecosocial.
- Abordar las situaciones de urgencia ecológica, social y ambiental ya identificadas en este punto de inflexión en el que nos encontramos y que la crisis climática y la pandemia han precipitado. El modo de hacerlo es comenzar a cambiar las prioridades y los retos singulares que afrontan los territorios insulares, posibilitando así su adaptación y transición desde una mirada en positivo de excepcionalidad y singularidad y no desde la voluntad de uniformizar las economías, las sociedades y los territorios: estrategia de bioseguridad, gestión de los recursos marinos con más capacidad gestora sobre las aguas que nos rodean, políticas de seguridad y soberanía alimentaria que urge adoptar, decrecimiento de infraestructuras turísticas (especialmente en el litoral), atajar la emergencia habitacional, autonomía en puertos y aeropuertos para evitar las ampliaciones y la mercantilización de unas infraestructuras esenciales en un contexto insular, transición energética justa y democrática, inversiones en transporte público, para una movilidad local decreciente, etc. Urgencias actuales que deben ser abordadas ya desde otro paradigma de la insularidad.
- Un horizonte. La adopción de una economía insular con el máximo grado de autosuficiencia posible, una mayor resiliencia, para garantizar la universalidad del acceso a los recursos, la diversificación del sistema productivo adaptado al territorio insular, frágil y limitado, que lo sostiene, y la regeneración y conservación prioritaria de la biodiversidad como garantía de vida futura removiendo así los obstáculos que ahora mismo dificultan garantizar una vida digna para las futuras generaciones en contextos territoriales insulares.
Así pues, instamos a la ponencia a considerar trabajar en este sentido entendiendo el reto fundamental de la adaptación de los territorios insulares al cambio sistémico que se está dando, desde su actual situación de vulnerabilidad y riesgo. Comprender que esta adaptación requiere no postergar un modelo económico caduco que choca con los límites biofísicos, y que pretende la especialización económica territorial y la uniformización de las economías y territorios, en lugar de abordar los diferentes contextos territoriales, especialmente los insulares, desde su excepcionalidad, riqueza natural y singularidad con todas las oportunidades que ello representa para generar un ecosistema socio-económico que garantice la vida digna, equilibrado, justo, resiliente, local, sostenible y sirva de ejemplo del cambio ecosocial de paradigma que se requiere en todos los territorios.
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