25-11-2022
Ser mujer e investigar en contextos de violencia: una invitación a la etnografía reflexiva
Eliana del Pilar González Márquez | CINVESTAV - Alba SudEn motivo del 25 de noviembre, día contra las violencias machistas, publicamos un artículo que nos invita a reflexionar sobre el lugar que ocupamos durante el trabajo de campo y cómo influye nuestra subjetividad y cuerpo al establecer relaciones con las personas y espacios en los que investigamos.
Crédito Fotografía: Los Muertos en Pexels, bajo licencia creative commons.
En el año 2019 iniciaba oficialmente mi trabajo de campo para la tesis de maestría en Antropología Sociocultural. El 8 de abril de ese mismo año se activó la Alerta de Violencia de Género contra las mujeres (AVGM) en el Estado de Puebla, México. Los feminicidios en los diferentes municipios del Estado iban en aumento. En 2017, cuando inicié la maestría, el Estado de Puebla había superado a varios estados en su tasa de feminicidios según los datos registrados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) de la Secretaría de Gobernación (Segob). En el constante ambiente de inseguridad hacia las mujeres era necesario reflexionar el hecho de ser mujer e investigadora.
Mi investigación giraba en torno a los procesos urbanos que se desarrollaban en el centro histórico de la ciudad, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1987. En particular, había elegido un barrio como caso de estudio por ser paradigmático de las complejas relaciones sociales que se expresan en el espacio. La ubicación de este barrio fue un elemento fundamental para elegirlo porque forma parte del perímetro de la Zona de Monumentos y por su exclusión de las intervenciones públicas de remodelación y de los beneficios de la economía turística.
El barrio de San Antonio no hay que entenderlo como error en la planeación o realización de dichas intervenciones, tampoco como retraso temporal en su aplicación; sino que su exclusión es funcional en el interior de las relaciones con los demás espacios del área de monumentos. Para mantener ciertas condiciones materiales y sociales, así como elementos estéticos, en las cuadras dedicadas al turismo, San Antonio ha jugado el papel de ser una especie de cara oculta del Centro, un espacio que recoge todas aquellas externalidades negativas de esta zona de la ciudad, que se prefiere mantener afuera de los espacios embellecidos. Una cara oculta que se expresa no solo en términos de planeación sino de relaciones sociales y que pone en evidencia otros fenómenos como la estigmatización territorial (Wacquant, Slater y Borges, 2014). Desde esta perspectiva, a estos barrios estigmatizados “se los conoce internamente y desde afuera como sectores en problemas, barrios «prohibidos» de la ciudad, como territorios de privación y abandono de los que hay que huir, pues constituyen focos de violencia, vicios y disolución social” (2014: 13).
La advertencia se había convertido en una constante al mencionar el barrio de San Antonio de la ciudad de Puebla. Las diferentes condiciones estructurales, económicas, políticas y sociales que han derivado en problemas de desigualdad socioeconómica, pobreza, violencia, delincuencia, prostitución, entre otros, han caracterizado al barrio de San Antonio y han conferido a sus habitantes una serie de atributos que los desacreditan frente al resto de la ciudad (González, 2020). Estos atributos negativos conforman lo que Goffman denominó estigma, es decir, “un atributo profundamente desacreditador” (Goffman, 2015: 15). Pero no sólo en términos de atributos, sino principalmente como producto de una relación social, es decir, el estigma como atributo desacreditador que opera como medio a través del cual se reproducen relaciones sociales excluyentes y discriminadoras. Así, “se crea al “extraño”, percibido como una amenaza latente.
El tema de la inseguridad estuvo presente durante toda la investigación. En este artículo busco pretendo reflexionar metodológicamente que el trabajo de campo no se reduce a enumerar las técnicas utilizadas, sino analizar desde una etnografía reflexiva los diversos factores que se relacionan en contextos complejos, y en ciertos momentos entran en tensión, durante la recolección de la información.
Mis primeras impresiones del barrio fueron contrarias a las advertencias, esa fue una gran motivación para escoger el barrio como mi lugar de estudio. Estos primeros recorridos los llamo derivas urbanas, retomando la propuesta de Montenegro y Pujol (2008), entendidas como una forma de acercarnos al espacio vivido. Los recorridos iniciales por el barrio de San Antonio me permitieron obtener una lectura del lugar desde mi percepción, construí una imagen del barrio a partir de lo que veía. Cuando inicié de manera intensiva el trabajo de campo realicé los mismos recorridos acompañada por habitantes del barrio, ello permitió entender “cómo la persona reconstruye su experiencia en relación con un espacio concreto” (Montenegro y Pujol, 2008: 82).
El primer recorrido que realicé acompañada por una joven del barrio estuvo cargado de advertencias, antes de salir de su casa me dijo: “te voy a llevar a que conozcas los callejones, ándate con mucho cuidado por aquí, no vengas nunca sola”. Durante el trayecto encontramos a un grupo de hombres y ella llamó a uno, me presentó como su amiga, le pidió que me colaborara para mi tesis. Ángel aceptó, nosotras continuamos caminando, mientras ella me decía: “Eli, no te lo presenté para que lo entrevistes, te lo presenté porque ese es uno de los raterillos del barrio, es mejor que te conozca y sepa que eres mi amiga, ese chavo me ubica, es para que sepas que vas a andar por aquí y que no te molesten” (Luz, 29/06/2018). Se desdibujaban mis primeras impresiones y volvían con fuerza los recuerdos de advertencias.
Llevar a cabo una etnografía reflexiva permite ver a la investigadora como un sujeto activo y partícipe de las relaciones que establece con quien se relaciona, donde la investigadora no es un ser supremo y externo de la realidad, o un “big brother” que todo lo ve, cuya presencia necesita de una neutralidad que garantice la objetividad, sino que, por el contrario, la investigadora es un agente cuya presencia irrumpe en la cotidianidad de los sujetos que estudia, en ocasiones nos convertimos en objeto de curiosidad y muchas veces de interrogación, donde la vida personal de la investigadora entra a jugar un papel importante en las relaciones.
Durante mi trabajo de campo en el barrio de San Antonio, una pregunta reiterativa que se convirtió en un salvoconducto, por así decirlo, para ingresar a una casa, entrevistar a alguien o convivir con una familia era mi estado civil. Era necesario hacer explícito mi compromiso con mi pareja para cerrar cualquier posibilidad de propuestas. Al inicio del trabajo de campo mi preocupación por responder a esta pregunta estaba pensada en términos de seguridad, es decir, por un lado, me alejaba de posibles propuestas sexuales y, por otro, excluía posibles rivalidades con las mujeres. Con el tiempo noté que esta condición de mujer joven con un compromiso de pareja me ayudó a entrevistar y compartir el tiempo con niñas, a dialogar de cuestiones familiares más íntimas con las mujeres, hablar de sus problemas personales y sentimentales e, incluso, de temas de sexualidad personal y de pareja.
Esta experiencia me llevó a entender que mi presencia en el barrio no era neutral y dependía de cómo yo me presentara teniendo en cuenta el género, la edad, y en mi caso la nacionalidad. Otra información sobre mí, por ejemplo, las cosas que cuento, la situación conyugal, fe religiosa, opiniones sociales o políticas, también contribuyó a producirme en la relación con los informantes y su manera de actuar. Mis respuestas a las preguntas que me hacían durante el trabajo de campo no eran algo colateral a la preocupación etnográfica, decidir qué responder y cómo presentarme se convirtió en un aspecto de preocupación importante como investigadora.
Estas situaciones experimentadas son llamadas, por Bourdieu et al. (2002) y Guber (2011), reflexividad, es decir, “el equivalente a la conciencia del investigador sobre su persona y sus condicionamientos sociales y políticos” (2011: 45). Siguiendo a Rosana Guber, esta reflexividad tiene tres dimensiones: 1. “la reflexividad de la investigadora en tanto miembro de una sociedad o cultura; 2. la reflexividad de la investigadora en tanto investigadora, con su perspectiva teórica, sus interlocutores académicos, sus habitus disciplinarios y su epistemocentrismo; y 3. las reflexividades de la población que estudia”. (2011: 46).
La etnografía reflexiva me permitió reconocer que estoy histórica y geográficamente situada, por lo que mi investigación también está mediada por la interacción con las personas (informantes) implicadas, una relación determinada por mi acción y por la de estas que nos transforma. Tanto yo, como investigadora, como los informantes somos producidos continuamente a través de la interacción constante durante el trabajo de campo. De acuerdo con Pereiro (2012: 306) “la reflexividad lo que hace es objetivar, problematizar y poner de manifiesto las fortalezas de las experiencias del trabajo de campo antropológico”.
Otro aspecto para reflexionar sobre el trabajo etnográfico es lo que Malkki (2007) señala como la improvisación de campo y la vulnerabilidad de la investigadora en el trabajo de campo. Esto lleva a pensar cómo la investigación etnográfica no es una acumulación de datos aparentemente estables que siguen al pie de la letra la ruta de un plan de trabajo, sino que está atravesada por momentos de perplejidad que ponen a prueba a quien investiga donde muchas veces debe dar soluciones guiadas por el sentido común o su propia intuición. El trabajo de campo es una experiencia donde todo el tiempo está a prueba nuestra subjetividad, nuestros bagajes culturales y teóricos, con los cuales buscamos dar solución a obstáculos, giros, aceptaciones y dilemas producto de las relaciones que se establecen con los interlocutores de estudio.
Además de nuestras subjetividades, nuestros cuerpos también quedan expuestos durante la investigación. La observación participante siempre se desarrolló dentro de una relación donde quedaba claro mi interés y mi papel como investigadora. Esto permitió superar obstáculos que iban de la mano con invitaciones a participar en alguna actividad donde el uso del cuerpo era prioritario.
Una experiencia de ello fueron las invitaciones que me hicieron las chicas del barrio para ir a los baños públicos. San Antonio es un barrio con graves carencias de suministro de agua, aunado a ello, las vecindades están en condiciones de abandono y decadencia lo que no permite un acceso digno al agua entubada. Por esta razón los baños públicos se convierten en un espacio donde la gente va una o hasta tres veces a la semana para asearse, o para ir a la sauna y finalizar con un baño en la regadera. En la sauna todas las mujeres están desnudas. Esta anécdota me llevó a reflexionar sobre el uso de mi cuerpo en la investigación, el aceptar o rechazar la invitación iba a tener un impacto en la relación con mis interlocutoras, al mismo tiempo, era una investigación que no había contemplado una situación similar.
El quehacer de la investigación social con metodologías cualitativas implica nuestra participación e inmersión en los lugares de estudio. La etnografía reflexiva se puede traducir en una herramienta de gran valor no sólo en términos epistémicos sino prácticos, sobre todo en lugares donde la violencia y la inseguridad son el contexto de la vida y la investigación. El quienes somos como personas y como investigadoras entra en juego en los mandatos de género de donde estamos trabajando. La vulnerabilidad de ser mujer en trabajo de campo es una realidad sin documentar. Por ello, desde las entidades, Universidades y centros de investigación tenemos que preguntarnos qué papel debemos tomar al acompañar estas investigaciones en el campo y qué implicaciones tienen en nuestros cuerpos.
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