02-03-2023
Estampas de precariedad en el paraíso turístico
Ernest Cañada | Alba SudRegreso de la República Dominicana después de un último viaje de investigación sobre las condiciones laborales en los resorts. Hablé con decenas de personas en distintas posiciones. Algunos testimonios me sobrecogieron. Sus vidas importan, aunque parezca que solo están ahí para satisfacer las necesidades empresariales.
Crédito Fotografía: Ernest Cañada | Alba Sud.
La República Dominicana es reconocida internacionalmente por su oferta turística. Sol, playas, fiesta, hoteles todo-incluido… se han convertido en los ingredientes de un cóctel pensado para satisfacer las vacaciones de personas con distinto poder adquisitivo, procedentes sobre todo de Norteamérica y Europa. La crisis provocada por la pandemia de la COVID-19 golpeó duramente a su economía, como en muchos otros destinos turísticos. Sin embargo, con algo más de siete millones de llegadas aéreas en 2022 y una contribución en su PIB de más del 16%, el país se ha puesto a la cabeza de la reactivación turística en el Caribe, por delante de competidores inmediatos como México o Cuba. Convertida en un ejemplo por la rapidez en la recuperación de sus mercados, República Dominicana se prepara para seguir creciendo turísticamente, como anunciaron enfáticamente durante la Feria Internacional de Turismo (FITUR), celebrada en Madrid el pasado mes de enero, su ministro de Turismo, David Collado, y su presidente, Luis Abinader.
Sin embargo, los costos de este modelo de desarrollo se sienten también sobre los trabajadores y trabajadoras en los que se basa su éxito. Dentro y fuera de los resorts, no es difícil encontrar otra realidad a la de las previsibles estampas turísticas, mucho menos amable. A esto me he dedicado en los últimos años en sucesivos viajes: conversar con decenas de personas sobre sus condiciones de trabajo y escuchar sus experiencias. Por momentos me sentí un depósito de malestares. Ahora me queda por delante la tarea de poner en orden todo el material de esas más de ciento treinta entrevistas y las observaciones del momento tomadas en mi diario de campo. Con el paso del tiempo, la indignación inicial dio lugar a un profundo sentimiento de angustia y tristeza, por la brutalidad en las formas de explotación, pero también por la dificultad de encontrar respuestas sociales que permitan algo de esperanza. Probablemente haya que empezar por reconocer y entender esta realidad, sin simulacros.
Desplazamientos y acoso a comunidades
A don Braulio le conocí en la comunidad de Nuevo Juanillo, en la provincia de La Altagracia, donde se concentra la mayor parte de la oferta turístico-inmobiliaria del país [1]. Con algo más de cincuenta años, ha vivido siempre de la pesca. Nació a orillas del mar, pero la llegada de un gran proyecto a las playas de Juanillo en 2001 lo desplazó de su comunidad. Como estaban ubicados en una de las mejores playas de la zona, la empresa empezó a comprar las casas de la gente. Al final, a quienes no querían vender les ofrecieron otra vivienda en una nueva área, a pocos kilómetros tierra adentro, bautizada como Nuevo Juanillo. “No se pudo hacer otra cosa, nos tuvimos que ir. Muchos no estuvimos de acuerdo, pero no quedó más opción que vender o mudarse al nuevo asentamiento”, explica con resignación. La presencia y el acoso de cuerpos de seguridad en la comunidad forzaron su decisión, según se desprende de lo que cuenta don Braulio. Ahí sus nuevos hogares tenían luz y agua potable, y estaban construidos con mejores materiales, pero nunca recibieron títulos de propiedad. “No tenemos un documento que avale que esto es nuestro”, continúa. De este modo, cuando alguien quiere marcharse solo puede vender a la misma empresa.
Unos pocos vecinos continuaron dedicándose a la pesca y disponen de un permiso con el que acceder a las playas de Juanillo a través del complejo turístico-residencial. Tienen entrada por un único punto, donde hay medidas de seguridad para controlar su acceso. Con el tiempo, algunos de ellos dejaron la pesca y se dedicaron a trabajar como capitanes de bote en actividades pensadas para el turismo. Pero en general las oportunidades de empleo en la zona han sido escasas, y no para toda la población, por lo que a lo largo de los años el abandono de la comunidad hacia otros municipios ha sido constante.
Así, con los años, Nuevo Juanillo fue despoblándose. Inicialmente, la empresa utilizó las casas que quedaban vacías para su personal de seguridad. Pero después lo reubicó en otras instalaciones y empezaron a demoler las que quedaban desocupadas. De las 55 familias que inicialmente se ubicaron en Nuevo Juanillo ahora solo quedan 22 casas habitadas. La de don Braulio está aislada, se ha quedado sin vecinos. En Nuevo Juanillo la desesperanza se respira en el ambiente. Sin futuro, solo espera que la empresa le haga una buena oferta y le pague para que se vaya de ahí. No sabe dónde irá, “pero algo haremos, porque esto no es vida”, explica don Braulio. Cree que la compañía quiere ampliar su área y que la población de ahí nuevamente estorba, “por eso nos hacen esto”.
Nuevo Juanillo. Imagen de Ernest Cañada | Alba Sud.
A poca distancia, la comunidad de Suero muestra un ánimo muy distinto, aunque también vive con preocupación. Cuando llegué por primera vez nos esperaban casi una treintena de personas en el ranchón comunal, hecho con hojas de palma, con ganas de contar su lucha ante el acoso y las amenazas de desalojo que estaban sufriendo. Suero colinda con los terrenos del mismo proyecto turístico-residencial que desplazó a la población de Juanillo. En la entrada del camino que va hacia la comunidad encontramos un rótulo en el que se informa que el poblado existe desde hace ciento cincuenta años. Durante la reunión nos mostraron con orgullo documentos que evidencian que el paraje fue constituido legalmente en 1976, es decir, mucho antes de que hubiera ningún proyecto turístico en la zona.
Actualmente, hay algo más de cincuenta casas habitadas y otras veinte están en construcción. La calidad de vida en el entorno ha hecho que más familias quisieran instalarse ahí y que ahora en la comunidad coexista población dedicada a la agricultura, el turismo y distintas actividades profesionales. Mayra, que construyó su casa y se instaló recientemente, ha sido una de las últimas pobladoras y rápidamente se ha integrado en la asociación comunitaria. Nos cuenta que llegó buscando la tranquilidad de un entorno rural y que le gustaba por el ambiente familiar que había. Pero poco después de establecerse empezó un conflicto que vive con gran inquietud. “La compañía quiere controlar los accesos a la comunidad por los caminos públicos, ubicando portones y guardias de seguridad”, relata. En repetidas veces, estas pretensiones han topado con la oposición de la población, que ha impedido que cerraran las vías de entrada y se han vivido escenas de tensión.
Nuestra visita a Suero coincidió con la llegada del representante de seguridad de la compañía. Según expresó en esta reunión en la que estuvimos presentes, la empresa querría poner controles en dos puntos de acceso, “para proteger su propiedad de ladrones e invasores”, según manifestó el representante empresarial. Asimismo, solicitó que le entregaran una lista actualizada de las personas que vivían en ese paraje para, según alegó, facilitarles la entrada, a la vez que la restringirían a personas extrañas. Los comunitarios se opusieron a la demanda de hacer cualquier tipo de listado sobre la población residente o posibles visitantes, y argumentaron que no requerían permiso alguno para entrar en su propiedad. Por ello pidieron a la empresa que pusiera la puerta solo en su área, pero no en caminos públicos, y que no obstaculizaran el paso a quien viniera a visitarles. La reunión fue por momentos muy tensa, pero terminó con el compromiso de que el representante de la compañía trasladaría a sus superiores la posición de la comunidad. Sin embargo, la inquietud sigue presente, y Mayra explica que, aunque ahora no instalen esos portones desconfían de que cesen en sus intenciones, “sabemos a quién nos enfrentamos”.
Comunidad de Suero. Imagen de Ernest Cañada | Alba Sud.
Abusos y desamparo de la población migrante
El fuerte crecimiento turístico e inmobiliario que se vive en la provincia de La Altagracia, aún más después de la pandemia, se refleja en particular en el sector de la construcción. Cada vez hay más obras de todo tipo y el trasiego de trabajadores es constante. Los obreros de la construcción en su mayoría son de origen haitiano y, en muchos casos, no disponen de permisos legales de residencia, lo cual genera un permanente estado de vulnerabilidad. A esto se le añade la reforma legal que se hizo el 23 de septiembre de 2013 por la cual el Tribunal Constitucional (Sentencia 168-13) desnacionalizó retroactivamente a personas dominicanas con ascendencia haitiana nacidas entre 1929 y 2007. De este modo, se generó un estado de inseguridad jurídica que ha afectado a la población haitiana y dominicana de descendencia haitiana en un clima de creciente hostilidad simbólica y material. La sentencia abrió la puerta a discursos que han legitimado políticas y prácticas cada vez más hostiles contra una parte de la fuerza laboral presente en la República Dominicana. Esto se ha acentuado con la política de deportaciones masivas de población haitiana iniciada en octubre de 2022 y que supuso la llamada de atención al gobierno dominicano por parte del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Volker Türk. Así, el estado de incertidumbre y vulnerabilidad creado ha repercutido también en la mayoría de los trabajadores de la construcción.
Esta situación ha hecho que las noticias de abusos fueran recurrentes. Durante años escuché historias que, en muchas construcciones, al acercarse el día de pago, llegaba personal de migración y los trabajadores tenían que salir huyendo para evitar ser detenidos y deportados. También es verdad que a menudo me contaban que eso era cosa del pasado y que ya no sucedía. Pues bien, este 10 de febrero, estando yo en la zona, un trabajador haitiano, Jean Modes Fontas, fue asesinado a tiros porla policía en la entrada del complejo de Cap Cana, en la Altagracia, justo enfrente del cruce que va para la comunidad de Suero.
Hablé con las personas que están al frente del perfil de Twitter Cañeros Organizados, quien desde el anonimato por saberse en el ojo del huracán de uno de los principales conflictos políticos en el país, me relataron que el incidente tuvo lugar cuando agentes de la Dirección General de Migración trataron de detener un autobús repleto de trabajadores haitianos en el marco de una fuerte campaña contra la población migrante del gobierno de Luis Abinader. "Es común que los ingenieros, para evitar pagar a sus trabajadores, llamen a Migración y, al parecer, en este caso, la empresa constructora debía los salarios de más de un mes", aseguraron desde Cañeros Organizados.
Imagen de Ernest Cañada | Alba Sud.
En este caso, el autobús no se detuvo y los trabajadores respondieron con piedras la agresión con armas de fuego de los agentes policiales, con el resultado de varios trabajadores heridos y uno fallecido. El racismo estructural que existe en el país facilita que pueda mantenerse permanentemente a un contingente de miles de trabajadores, imprescindibles para sostener el ritmo y volúmenes de la construcción, en un estado de limbo legal, bajo amenaza, siempre en riesgo de ser expulsados del país.
Un turismo basado en la explotación laboral
A una hora en vehículo de Cap Cana, en Higüey se concentra gran parte de la población trabajadora de los hoteles de las playas de la provincia de La Altagracia, sobre todo en las zonas de Bávaro y Punta Cana. De día queda vacía, como una “ciudad dormitorio”. A primera hora de la mañana es fácil observar la gran cantidad de personas que se concentran en las paradas de los autobuses que ponen los hoteles para trasladar a su personal, y asegurarse así que llegan a trabajar. Ahí conocí a Melissa, una joven empleada como camarera en el restaurante de un hotel. Me contó que siempre estaba exhausta, que era muy duro trabajar en los hoteles. “No se descansa ni un momento”, relataba. Además, después de la pandemia la carga de trabajo ha aumentado y hay muchos días que tienen que quedarse más tiempo. “Normalmente, hago dos turnos, pero hay días que toca quedarse y hacer la tripleta”, contaba Melissa, en referencia al hecho de tener que hacer los turnos de desayuno, almuerzo y cena. Los cambios de horario son constantes y durante una semana puede variar distintas veces. “Lo peor es el salto de la muerte”, asegura, que es cuando coincide que un día termina por la noche y al siguiente tiene horario a primera hora de la mañana y eso implica que duerme muy poco.
El otro gran problema es el salario, “que no alcanza para nada”, asegura Melissa. A pesar de las últimas subidas del salario mínimo oficial, que se sitúa en los catorce mil pesos mensuales (unos 260 euros), y añadiendo la propina legal obligatoria (de un 10%), para la mayoría de los trabajadores de los hoteles el salario no alcanza ni para cubrir la mitad de la canasta básica familiar, que en la actualidad se encuentra en los 42.358 pesos (unos 800 euros), según datos del Banco Central. Esto hace que muy frecuentemente tengan que acudir a los prestamistas, porque no tienen suficiente capacidad de ahorro y resulta complicado acceder al crédito de los bancos. Así, ante cualquier eventualidad son muchas las personas que deben recurrir a los prestamistas. Pero estos cobran intereses en torno al 40% mensual y se quedan con su tarjeta de débito mientras dura la deuda. “Es muy difícil salir de ahí, siempre estás debiendo”, relata Melissa.
Imagen de Ernest Cañada | Alba Sud.
Los bajos salarios han provocado otro efecto. La mayoría del personal de los hoteles tienen que hacer otras actividades para incrementar sus ingresos. “Hay que hacer lo que se pueda”, me cuenta Melissa. Y esto implica que hay quien vende ropa a otros trabajadores que se quedan viviendo en el hotel por periodos de tres semanas, o tratar de conseguir propina de los clientes ofreciéndoles cosas y servicios que no están incluidos en su paquete vacacional. E incluso hacen cosas que no siempre están permitidas, en lo que en dominicano coloquial se conoce como “macutear”.
En estos últimos días de mi reciente viaje, conocí a Sofía, una joven empleada en un call center. Acudió a una conferencia que di en la Universidad Católica del Este (UCADE), en Higüey, donde estudia administración de empresas turísticas por las tardes. Mi charla fue sobre las tensiones entre exclusión e inclusión en turismo. Al terminar conté que en la actualidad estaba haciendo un estudio sobre las características del trabajo en los resorts de la provincia de La Altagracia y pregunté si alguien tenía interés en compartir conmigo su experiencia. Sofía mostró su disponibilidad y quedamos al día siguiente.
Aunque no lo parecía, solo tenía 17 años.Desde los 14 trabajaba en call centers de atención a turistas. Me contó que trabajaba 42 horas semanales, y “seis más, como mínimo, que la empresa nos obliga a hacer para demostrar nuestra lealtad”. Para ella es normal que los clientes la insulten, “cuando llaman es porque tienen algún problema y están enojados”, aclara. Además de bajos salarios, es habitual que la empresa les despida, y que luego les vuelva a contratar, para que no acumulen antigüedad. “Con menos de tres meses de contrato, se ahorran la parte de la liquidación que nos corresponde, y buscan cualquier excusa para despedirnos, una queja de algún cliente y ya está”.
El ritmo de trabajo –continuó Sofía– es muy estresante y no pueden detenerse a descansar o para ir al baño cuando lo necesitan, “solo tenemos 10 minutos cada cinco horas seguidas”. En estas condiciones, cada día debe medicarse para el dolor de cabeza y la ansiedad. La presión es tan fuerte, que una de sus compañeras falleció de un ataque al corazón ahí mismo, “pero no pudimos hacer nada y nos obligaron a seguir trabajando porque ninguna llamada podía quedar desatendida”. Por último, cuando quisieron constituir un sindicato despidieron a quienes tuvieron la iniciativa. “A todos, los sacaron a todos”, concluye.
Al terminar le pregunté que por qué había querido hablar conmigo. Levantó la vista y solo me dijo que sentía que ya era demasiado la explotación que vivían y que quería contarlo por si servía de algo. Además, quería decirme que ellas también sufrían la exclusión de la que yo hablé en mi conferencia. Al despedirse, mientras la veía alejarse en la moto con su novio, me sentí realmente triste. No me había contado nada especialmente espectacular, simplemente su tono de voz y la forma que tenía de mirarme contando cómo era su vida. Solo tiene 17 años. Me quedé fatal, por eso necesitaba compartirlo.
Los distintos testimonios recogidos en este artículo son solo algunas de las vivencias que he escuchado en estos últimos años. Detrás del celebrado éxito turístico se acumulan las historias de un “desarrollo” que no ha sido ni incluyente ni equitativo. El Estado dominicano se inhibe ante este tipo de situaciones porque ha priorizado generar un ambiente que facilite las inversiones turísticas e inmobiliarias. Pero el turismo no puede sostenerse sobre la explotación y la miseria. Turismo y derechos humanos no parecen caminar de la mano en la República Dominicana.
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