Contacto Boletín

Artículo de Opinión | Turismo Responsable

19-11-2011

Turismo comunitario, un espacio en disputa

Ernest Cañada | Alba Sud

El turismo comunitario en América Latina recibe cada vez más atención. ¿Pero cuáles son los costes de este nuevo escenario? En este nuevo contexto se apuesta por la necesidad de no perder el sentido de apropiación de las poblaciones rurales organizadas sobre sus recursos y territorios.


Crédito Fotografía: Bosque de Cinquera, El Salvador. Fotografía de Fundación PRISMA.

El turismo comunitario recibe una atención creciente en América Latina. En numerosos países se han creado redes y plataformas de coordinación e incluso cámaras de este tipo de iniciativas; se formulan políticas nacionales orientadas directa o indirectamente hacia el sector; la cooperación internacional destina importantes fondos para su desarrollo; una parte del empresariado turístico descubre la potencialidad de su oferta y busca cómo establecer alianzas comerciales, y la academia centra cada vez más su atención en el análisis de estos procesos. Este protagonismo no deja de ser un arma de doble filo: si bien puede significar una forma de ampliar sus potencialidades, al mismo tiempo lo sitúa en terreno de disputa entre intereses divergentes. En este campo de múltiples influencias en contradicción se vuelve más necesario, si cabe, rediscutir cómo entender el turismo comunitario.

Por nuestra parte, lo hemos definido como un modelo de actividad turística desarrollada principalmente en zonas rurales y en el que la población local –en especial pueblos indígenas y familias campesinas–, por medio de sus distintas estructuras organizativas de carácter colectivo, ejerce un papel preponderante en el control de su ejecución, gestión y distribución de beneficios. Su desarrollo se concreta en múltiples formas, según sean las características particulares que tiene la comunidad rural en cada contexto, especialmente en relación con sus capacidades de actuación política y estructuras de organización.

En su origen el turismo comunitario no nace como sustitución de las actividades agropecuarias tradicionales (agricultura, ganadería, pesca, producción artesanal, etcétera), sino como una forma de diversificar y complementar las economías de base familiar campesina e indígena. La principal fortaleza de su oferta turística, independientemente de cuáles son las actividades concretas que el turista puede llevar a cabo en cada lugar, se ha basado en posibilitar un espacio de encuentro y acercamiento vivencial con la gente que habita en el campo y con lo que hace cotidianamente. Y esta es la principal fuerza del campesinado y los pueblos indígenas, en lo que ningún otro tipo de oferta turística les puede superar.

Las políticas de exclusión y empobrecimiento de muchas zonas rurales estuvieron en el origen de esta necesidad de generar alternativas y nuevas fuentes de empleo en áreas rurales. Pero además de cooperativas agropecuarias, familias campesinas y pueblos indígenas que buscaron en el turismo comunitario un modo particular de ampliar y complementar sus ingresos, otros colectivos han incursionado en este mismo camino. Es el caso, por ejemplo, de organizaciones ambientalistas y de conservación de base comunitaria que querían desarrollar actividades amigables con la naturaleza ahí donde ya estaban interviniendo; el de comunidades y pueblos en situación de postconflicto que trataban de reinsertarse en la vida civil con nuevas actividades y mantener viva la memoria colectiva, o el de grupos de mujeres que intentaban aumentar su autonomía económica y posibilidades de empoderamiento.

Paradójicamente, a medida que el turismo comunitario ha ido ganado protagonismo, desde algunas instancias tiende a ser confundido o considerado simplemente como un subproducto del turismo rural. Esta distinción no es un problema menor. Si todo se convierte y diluye en el turismo rural, pierde protagonismo la apuesta que hacen los sectores más desfavorecidos para intentar apropiarse de una determinada actividad, recursos y territorios. El riesgo está en que quienes acaben siendo los principales beneficiarios de las políticas públicas y de cooperación sean los sectores con más recursos con presencia en el ámbito rural. Esto es lo que ha ocurrido en muchos lugares de Europa, donde los sectores que continuaban vinculados a la producción agropecuaria y que complementan sus ingresos con algún tipo de actividad turística han sido arrinconados y marginalizados. De este modo, dentro del turismo rural hemos acabado por encontrar cada vez más a grandes inversionistas desligados de esos territorios y de las preocupaciones de su población originaria. La discusión en realidad no se reduce a un problema técnico, de la oportunidad o no de crear subproductos turísticos, sino de clase: del posicionamiento de una actividad económica en manos de determinados grupos sociales. El turismo comunitario tiene que ver, en definitiva, con una voluntad de apropiación de las poblaciones rurales organizadas sobre sus recursos y territorios. No representa otra cosa que una búsqueda y afirmación de control social. Esta es la aspiración que el turismo comunitario no puede perder entre los focos de esta atención pública creciente.

 

Artículo publicado originalmente en La Jornada del Campo (núm. 50, noviembre de 2011).